Mi chico de las estrellas [borrador]

Epílogo

Irina aún recordaba el día que lo conoció, cuando llegó a su puerta con el corazón acelerado, la manera en que sus ojos se encontraron y que sin saber la vida de ambos cambió por completo desde aquel instante. Pero también rememoró sus miedos.

Cada uno de ellos reflejaba el pasado que tanto parecía aferrarse a ella, sin embargo, ya no le afectaba como antes.

Se había vuelto una mujer fuerte, decidida, feliz. Tenía todo lo que necesitaba.

Un flamante esposo que en cada despertar besaba sus labios con amor y la hacía recordar que en esa pequeña casa ya no estaba sola. A su hermano, quien después de tanto dolor, se liberó de la culpabilidad transformando por completo su vida. Sonreía más, porque era libre. Finalmente, libre.

Los ojos adormilados de Irina buscaron el retrato que colgaba en la pared de aquella sala, la misma fotografía que fue retratada el día de su boda. Encontró a su amado esposo, a su fiel hermano, a Max, a Yen, a sus adorables suegros. Y volvió a sonreír aún cansada, pero llena de amor. Esa era su familia, pequeña, extraña e incomparable. No necesitaba más.

Durante esos cinco años, el tiempo parecía correr con lentitud. En realidad, a veces ni siquiera podía notarlo. Estaba demasiado concentrada en su realidad que el mundo tras esa puerta desaparecía cuando se sentaba junto a Almond sintiendo sus brazos acunarla contra su pecho. Y charlaban entre murmullos, contándose secretos y llenando la pequeña sala de voces alegres. Irina amaba escuchar el corazón de ese adorable alienígena, aún más amaba cuando sus ojos la observaban con plenitud haciéndola estremecer.

Pero no era la única que había obtenido calma en su vida.

Damián vivía a salvo, en un lujoso departamento en la ciudad. Todavía trabajaba en la empresa que sus padres le heredaron, pero estos años lejos de ellos le ayudó a encontrarse a sí mismo. Abrió su propio negocio, terminó la carrera de sus sueños y en un parpadeo conoció el amor. Ella era dulce, amorosa y soñadora. Damián sintió que se complementaban a la perfección. E Irina estaba de acuerdo, podía ver en los ojos brillantes de su hermano sentimientos nuevos, una paz incontrolable y necesaria.

Pero también estaba Max.

Su adorable y atrevido jefe se había comprometido hace un año con un guapo doctor, que además de ser un alienígena, era lo opuesto a él. Más tranquilo, más callado, más pensativo y organizado. Polos opuestos que se atraían con lealtad. Y a pesar de todo eso, era completamente feliz. Encontró lo que tanto deseó, unos brazos cálidos y reconfortantes. O, como solía decir con su coqueto tono de voz, unos musculosos brazos que nunca lo soltarán.

¿Y Yen?

Ella seguía siendo la misma de siempre. Con dos nietos más y algunas canas encima, mantenía esa hilarante personalidad que la caracterizaba. Siempre al pendiente de Irina, amorosa, risueña, como una madre que te espera cada tarde para abrazarte. Inclusive sus propios suegros se sorprendían del cariño de Yen hacía Irina, admiraban a la pequeña mujer. Y aprendieron sobre el pasado de su nuera, sobre el significado de cada lágrima y la entendieron.

Esa era su nueva vida. Llena de personas que la cuidaban sin igual.

Tomó asiento en el cómodo sillón y bostezo. Estaba cansada, había pasado la mayor parte de la madrugada despierta, pero cada minuto valía la pena. Bajo la mirada y observó el pequeño cuerpo que dormía entre sus brazos. Andrómeda había heredado el cabello rubio de su padre y los ojos redondos de Irina.

Tenía tan solo un mes de nacida e Irina estaba completamente enamorada de ella.

Amaba abrazarla, contemplar su rostro calmado mientras dormía y besar sus gordas mejillas. Le hablaba con dulzura entusiasmada por llamar la atención de la pequeña bebé y siempre le decía cuánto la amaba. Porque tal vez ella no creció con ese amor maternal que tanta falta le hizo, sin embargo, estaba dispuesta a ser diferente y llenar de amor a su hija por el resto de su vida.

Todo era diferente, Irina lo era. Y eso bastaba.

Acarició el rostro de Andrómeda y besó su frente, arrullando su cuerpecito. Quería dormir durante largas horas, recuperar energías, es solo que sus adormilados ojos se mantuvieron sobre su hija admirando cada detalle. Desde su diminuta nariz, la manera en cómo fruncía los labios hasta las adorables antenas que nacían entre su creciente cabellera. Y sonrió, llena de orgullo.

Un sonido bajo la despertó. Encontró a Yen y Almond ingresando a la casa con varias bolsas entre sus brazos, caminando con suavidad y sonriéndole a la distancia.

—¿Dormiste algo, querida?

Yen se apresuró hacía ella, para contemplar a la bebé.

—Un poco —susurro—. Pero no podía, Andrómeda es demasiado bonita y no quería apartar la mirada de ella

—Lo sé, es adorable. Muy adorable, podría comerme sus mejillas —respondió la mujer sin apartarse, embobada por la bebé que aún dormía

Irina sintió los suaves labios de Almond besar su frente con ternura. Se miraron fijamente, sonrientes y enamorados. Se sentó a su lado, escuchando la tímida respiración de su pequeña hija.

—Cuidaremos de ella, tú descansa —dijo él

—¿Seguro?

—Por supuesto, mereces descansar

Ella sonrió, adormecida.

—Entonces primero quiero comer algo, tengo el estómago protestando desde hace una hora

Sus suaves palabras llamaron la atención de Yen, quien enderezó su cuerpo con rapidez y dejó escapar una risilla al escucharla.

—Que bueno que digas eso, porque hemos traído mucha comida. Por poco y compramos todo el centro comercial, Almond es muy exagerado —comentó

—Solo soy precavido —se defendió el aludido

—Lo sé, lo sé. Precavido y exagerado

—¿Significa que trajiste más de una caja de galletas?

Almond observó a su esposa con incredulidad, pero las sospechas fueron resueltas cuando sus mejillas se tiñeron de rojo y lentamente asintió. Habían pasado tantos años e Irina podía identificar la timidez de su amado con cualquier gesto de su parte.




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