CAPITULO 02.
NARRADOR.
Es el momento para él. . . Félix Palacios, un hombre de tierra, sol y trabajo arduo.
A diferencia de Aurora, que llegó al mundo en un entorno de riquezas y elegancia, Félix se formó entre espacios abiertos, el canto de los gallos y el olor a tierra húmeda tras la lluvia. Su existencia fue moldeada por manos callosas, el sudor en su frente y el sonido de la naturaleza despertando al nuevo día.
Procedía de una familia de clase media rural, dueña de un extenso rancho, con una cantidad modesta de ganado que les aseguraba una vida tranquila. La propiedad de los Palacios no era la más grande de la zona, pero sí contaba con gran prestigio. Poseía historia, legado y respeto. Allí habitaban sus padres, su hermana mayor y el hijo de esta, todos en el mismo lugar… o más bien, en edificios cercanos dentro del terreno que había sido de la familia por muchas generaciones. Durante la cosecha, empleaban a numerosos vecinos, lo que los hacía fundamentales para la economía local.
Félix asistió a la universidad y logró varios títulos. Sin embargo, nunca le atrajeron los trajes formales ni los escritorios de oficina. Finalizó su educación y regresó directamente al rancho, al sitio donde realmente encajaba. Tomó las riendas de las finanzas y la gestión, sí. . . pero también ordeñaba vacas por la mañana, sembraba con sus propias manos, arreglaba cercas y se ensuciaba sin quejarse. Su esencia era del campo.
Tenía una apariencia ruda y masculina. Medía 1. 75, con el cabello negro siempre un poco alborotado, piel bronceada por el sol y una expresión seria que podía resultar intimidante. Pero quienes lo conocían bien sabían que detrás de esa mirada dura había un hombre bondadoso, fiel y muy afectuoso con los suyos.
Residía en la casa principal con sus padres. Junto a él, en una extensión simple pero amplia, vivía su hermana Isaura, junto a su esposo Sergio Mora y su hijo Alfredo. Isaura se casó joven, apenas terminó la secundaria. Un embarazo inesperado llevó a su matrimonio con el capataz de la finca vecina. Los Palacios, tradicionalistas y muy protectores de su apellido, buscaron una solución “digna” para que su hija no fuera objeto de rumores en el pueblo.
Con el paso del tiempo, el matrimonio de Isaura pareció estabilizarse. Al menos, eso pensaban todos. La realidad era diferente.
Sergio Mora nunca fue una buena persona. Siempre deseó más de lo que tenía, siempre sintió envidia de lo que pertenecía a otros. Creyó que al casarse con Isaura ganaría poder, que su suegro le pasaría el control del rancho o, al menos, lo haría su socio. Sin embargo, don Eduardo Palacios solo le brindó un hogar y un salario igual al de cualquier trabajador. Ni más ni menos. Esa herida en su orgullo nunca se sanó.
Sergio llevaba una vida llena de amargura y resentimiento, observando con envidia lo que Félix había conseguido de manera justa. Nunca elevó la voz ante don Eduardo, pero una simple mirada era suficiente para que se notara que no lo valoraba. Su matrimonio se convirtió en una existencia monótona y fría. Isaura, por su parte, se mantuvo en su rol de madre y esposa, aunque ya no parecía hallar felicidad en nada.
Alfredo, el hijo de ambos, era un chico impulsivo y rebelde. Creció con todas las comodidades que sus abuelos podían darle, lo que lo hizo consentido, inconstante y poco dispuesto a trabajar. Asistía a la universidad solo para cumplir con las expectativas familiares, aunque prefería estar lejos del rancho, disfrutando de fiestas y lujos. No le interesaban los animales, la agricultura, ni la historia de su familia. Pero, sin darse cuenta, la vida tenía otros planos para él… planos que pondrían a prueba su conocimiento sobre el mundo.
Por otro lado, Félix trabajaba de sol a sol sin detenerse, con la vista en el cielo, anhelando lluvias que no llegaban y sosteniendo con determinación lo único que realmente le importaba: la tierra que lo vio crecer.