Mi Destino Eres TÚ.

CAPITULO 4

CAPITULO 04.

NARRADOR.

Mientras Aurora buscaba refugio en el trabajo doméstico, intentando también barrer sus propias emociones, Félix Palacios enfrentaba una lucha diferente: la de las cifras. Revisaba los estados de cuenta bancarios por tercera vez en el día, como si mirarlos pudiera hacer que cambiaran. Pero los números seguían ahí, fríos, en rojo y muy amenazantes.

El rancho estaba en apuros.

La sequía había impactado de manera severa. La hierba se había marchitado, las vacas apenas daban leche, y los gastos subían sin compasión. Para alimentar al ganado, habían tenido que comprar forraje a precio elevado, y para reducir costos, despidieron a varios trabajadores, asumiendo el trabajo de la agricultura entre la familia. Pero eso no era suficiente.

Exhaló con frustración, y sus dedos se apretaron alrededor de los documentos. En la mesa rústica de la oficina, las deudas se acumulaban como ladrillos en una casa al borde del colapso.

Se levantó y se dirigió a la ventana. Afuera, el sol caía implacable sobre la tierra seca y agrietada. Esa tierra que en múltiples ocasiones había dado con generosidad, ahora parecía sufrir, pidiendo agua como un agonizante suplica aire. Y aunque Félix había nacido y crecido ahí, en ese instante sintió de verdad el temor de perderlo todo.

Con pasos decididos se trasladó al establo. Ahí encontró a su padre, Don Eduardo, supervisando el ordeño en su habitual silencio. El viejo Palacios hablaba poco, pero su lenguaje corporal decía más que mil palabras. Cuando vio a su hijo acercarse con el ceño fruncido, supo de inmediato que algo malo estaba ocurriendo.

—Papá, necesitamos hablar —expresó Félix, con una voz suave pero tensa.

Don Eduardo asintió y lo condujo a la sombra del granero. Se sacó el sombrero, se limpió la frente con un pañuelo arrugado y le prestó atención.

—Es sobre las finanzas de la granja —comenzó Félix—. La situación es crítica. Si no encontramos una solución pronto, podríamos perderla. La producción no es suficiente y el banco ya no quiere esperar más.

El rostro de su padre se volvió más serio. No dijo nada, pero la preocupación era evidente en su mirada.

—Lo sé —reconoció al final—. Y no quiero que tu madre se entere. No soportaría verla angustiada.

Félix apretó los dientes. Comprendía el deseo de protegerla, pero también sabía que los secretos a menudo estallan de la peor forma posible.

—Debemos actuar —insistió—. No podemos quedarnos parados.

Don Eduardo asintió lentamente.

—Escuché que el banco ofrece subsidios a los propietarios afectados por la sequía. Mañana iré a hablar con ellos. Quizás logremos un respiro con la hipoteca.

Una pequeña chispa de esperanza surgió en Félix, lo suficiente como para seguir adelante.

—Si logramos ese financiamiento… tal vez podamos sobrevivir hasta que vuelvan las lluvias —comentó, más en tono de esperanza que de certeza.

El anciano le puso una mano sólida en el hombro.

—Hijo… esta tierra ha puesto a prueba a nuestra familia en múltiples ocasiones. Y siempre hemos salido adelante. Esta vez no será diferente.

Félix asintió, aunque en su interior una inquietud continuaba asentada en su corazón.

Al regresar a la casa principal, el almuerzo ya había sido servido. A pesar del calor intenso y el cansancio, Doña Victoria de Palacios había puesto la mesa como si la crisis no existiera. Como si esa rutina, ese gesto diario de cariño, fuese el único apoyo que los mantenía en pie.

El comedor despedía un aroma familiar. A un estofado de carne cocido lentamente, a pan recién hecho, a limón y menta. Sobre la robusta mesa de madera, adornada con un mantel blanco que había bordado la abuela de Félix, había platos de cerámica pintados a mano, cubiertos de plata que el tiempo había oscurecido y servilletas de lino perfectamente dobladas.

Victoria recibió a su esposo e hijo con una sonrisa suave, llena de cariño y cansancio.

—Tomen, beban algo antes de que se deshidraten —dijo, sirviéndoles limonada fría con menta, su receta habitual. La humedad de los vasos dejó marcas en la madera, un símbolo sutil del calor que los rodeaba.

—¿Sabes dónde está Isaura? No la he visto desde la mañana — preguntó Victoria mientras ponía los últimos platos.

—Creo que salió a la ciudad. Pero lo mejor es esperar a que llegue su esposo, él podrá informar más —respondió Félix, bebiendo en silencio.

Victoria suspiró. Todos eran conscientes de que Isaura se mantenía alejada del rancho. La tierra, el esfuerzo y la realidad le incomodaban. Ella se sentía más a gusto en la ciudad, entre amigas superficiales y gastos innecesarios, actuando como si todo siguiera igual.

Poco después llegó Sergio, su yerno. Entró sin saludar, se sentó y comenzó a comer sin mirar a nadie. Como si el estofado pudiese protegerlo de la conversación que sabía que era inevitable.

—¿Y tu esposa? Para variar, me ha tocado hacer todo sola —dijo Victoria con un tono estricto, partiendo el pan con un gesto de desdén.

Sergio soltó un suspiro lleno de desinterés.




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