La atmósfera en la base secreta estaba impregnada de humo, sangre y sed de venganza. La lucha había sido intensa. Las paredes de hormigón estaban fracturadas, los cuerpos de los enemigos esparcidos por los pasillos, y las balas todavía estaban calientes en el suelo. El retumbar de los disparos comenzaba a desvanecerse, pero los presentes aún sentían la tensión en el ambiente.
Fabiola había caído. Envolviéndose en llamas y gritando de furia y desesperación, finalmente fue convertida en cenizas por Elisa, la mujer que alguna vez consideró hermana. Las llamas no solo devoraron su cuerpo, sino también la oscuridad que había cargado consigo durante tantos años.
Sin embargo, esto no era el final.
Félix, con un brazo herido y cubierto de polvo, revisaba los niveles inferiores junto a Aurora, Alfredo y un grupo de sus hombres. Elisa, seria y resuelta, los guiaba. Las mujeres que se habían incorporado a su lucha limpiaban los pasillos, asegurándose de que no quedaran peligros ocultos.
—¡Acá! —exclamó uno de los guardias, forzando la entrada de una habitación oculta tras una pared falsa.
Al entrar, descubrieron un cuerpo entre los escombros, medio cubierto de concreto y sangre. Aurora se cubrió la boca. Alfredo avanzó con el corazón apretado.
—No puede ser… —susurró.
Sergio yacía sin vida, su rostro destrozado por el impacto de una viga caída. En su mano apretaba un arma. Había intentado luchar… o escapar. Nadie podría decirlo.
Alfredo se arrodilló junto a él. No lloró de inmediato, pero sus ojos se llenaron de lágrimas al instante.
—A pesar de todo… era mi padre.
Aurora y Félix quedaron en silencio. Había demasiado peso en el ambiente para emitir juicios.
—Nunca supe si me quería… o si solo me manipuló. Pero lo seguí sin cuestionar… hasta que desperté. Demasiado tarde.
Aurora se acercó y le puso una mano en el hombro.
—No elegimos a nuestra familia. Pero tú decidiste ser diferente.
—Yo… —Alfredo levantó la mirada hacia ella—. Te hice daño. Busqué aprovecharme de ti… seguí órdenes… fui un cobarde.
Aurora lo miró llena de tristeza, pero también con comprensión.
—Lo fuiste. Pero ya no lo eres. Te enfrentaste a él. Decidiste proteger en lugar de destruir. Y eso… también es importante.
Las palabras temblaron en sus labios, pero fueron sinceras. Alfredo cerró los ojos, roto. Cuando los abrió, solo asintió.
—Gracias. No lo merezco, pero gracias.
**
Horas más tarde, ya con el área asegurada, los cuerpos de Fabiola y sus aliados fueron entregados a las autoridades. La base quedó totalmente bajo el control de las fuerzas especiales, y la organización Flor de Loto fue oficialmente desmantelada.
Elisa se acercó a Félix y Aurora al salir, acompañada de sus mujeres. Llevaban armas, mochilas y una determinación clara en sus ojos.
—¿Estás segura de que no quieres quedarte? —preguntó Félix.
—Ya no somos parte de este lugar —comentó Elisa con serenidad—. Nuestra comunidad ha perdurado. . . pero sufrirá cambios. Nosotras… vamos a actuar de manera correcta. Defenderemos, no atacaremos.
Aurora le respondió con una sonrisa sincera.
Elisa la miró con intensidad.
—Si alguna vez sientes que todo se está desmoronando… ven a buscarme. Estaré disponible.
Se abrazaron. Dos mujeres que antes estaban en lados diferentes… ahora unidas por su sangre, sufrimiento y resistencia.
Félix estiró su mano.
—Gracias, Elisa.
—Gracias a ustedes. Me brindaron otra oportunidad. A veces, eso es suficiente para cambiar todo.
El amanecer se aproximaba cuando el grupo de camionetas comenzó su viaje de regreso al rancho. Alfredo estaba en uno de los vehículos, sus ojos perdidos en el horizonte. No decía mucho, pero en esta ocasión… parecía estar en calma. Aurora y Félix compartían un silencio en la cabina principal. Se sostenían de la mano, firmes, unidos, más allá de cualquier cosa.
Fabiola ya no estaba.
Sergio tampoco.
El pasado había sido dejado atrás y de esa destrucción, surgiría algo nuevo.
**
Había transcurrido un mes desde la confrontación. Un mes desde que las balas se detuvieron, desde que Fabiola se convirtió en cenizas y Sergio fue hallado entre los caídos. El rancho Palacios, aunque dañado, continuaba en pie. Había sido testigo de una guerra sin nombre, sin embargo, sus extensas tierras y su gente leal trabajaban cada día para devolverle su vitalidad. Los trabajadores, algunos con vendajes en sus brazos y otros aún con cicatrices en el alma, orgullosamente reparaban las cercas, el establo y la entrada principal.
Félix no escatimó en esfuerzos. Junto a Alfredo, vigilaba los trabajos con rigor y empatía. Ya no era el hombre distante y frío de meses anteriores. Se había convertido en un líder, pero también en un hermano, un tío, un hombre que había descubierto en el amor la motivación para luchar por un futuro diferente.
**
En la casa de los padres de Aurora, todo había dado un giro también. Adela, aunque todavía afectada por los recuerdos del ataque, se mostraba más optimista hacia los cambios en su hogar, la mansión poco a poco volvía a sus días dorados.
Aurora pasaba sus días entre su hija, su madre, las reuniones de trabajo y las visitas frecuentes al rancho. Allí, Isaura, quien también parecía haber experimentado cambios. Más silenciosa, en efecto, pero agradecida. A veces podían encontrarla sentada en el porche con la mirada perdida en el horizonte.
Y mientras el mundo sanaba, Elena y Alfredo florecían.
Los primeros días posteriores habían sido difíciles: heridas físicas, pesadillas y silencios prolongados. Pero poco a poco, como las flores que brotan tras un incendio, su relación comenzó a transformarse. Elena se volvía más segura. Alfredo se mostraba más humilde. Ahora se les veía caminar juntos, intercambiar suaves conversaciones en la cocina del rancho, y reírse a escondidas como adolescentes enamorados. Ella ya no lo evitaba. Él ya no ocultaba la verdad. Por primera vez, eran verdaderamente marido y mujer.
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Editado: 02.08.2025