Mi Dulce Doctor

No elegimos venir a este mundo, ni las circunstancias en las que llegaremos, ni mucho menos los padres que tendremos.

No escogemos la fecha de nuestro nacimiento, ni nuestros nombres, ni decidimos el color de los primeros zapatos que usaremos.

Somos solo un lienzo en blanco, que con el pasar de los años pintaremos, bañándolo de diversos colores, uno sobre otro, de forma desordenada y abstracta, irán trazando el camino recorrido.

Naranjas, amarillos, azules y hasta grises.

Cada color representa una experiencia, en cada pincelada está grabado un recuerdo, una sonrisa, un sueño.

Nuestro lienzo define nuestra esencia; quienes somos.

Pero qué pasa cuando ese lienzo se torna gris, y no encuentras cómo deshacerte de ese color.

Por más que intentas, todo parece empeorar y cada día ser más oscuro.

Recuerdo que muchas veces me pregunté por qué a mí. Pero es tan complicado encontrar razones o motivos en medio de aquel torbellino de sensaciones, es como estar dentro de un tornado y dejarse arrastrar por la fuerza de aquello. Te haces pedazos, te rompes, te quiebras y te dejas ir, para terminar en medio de la nada.

Y es que cuando sólo tienes diesiocho años, no imaginas que esa clase de cosas te puedan suceder a ti. A esa edad no te preocupas por pasar demasiado tiempo frente al televisor, ni por gritarle a tu madre, ni por discutir con tus hermanos; te crees un ser inmortal.

A esa edad no comprendemos que existe una fuerza indescifrable que rige nuestras vidas, y que nos coloca, no donde queremos estar, sino donde tenemos que estar.

Y es en esos momentos de oscuridad, donde la vida misma se encarga de pintar por nosotros, nos recoge y nos vuelve a armar.

Ahora entiendo que fue la vida misma quien los trajo a mí.

Los veo y encuentro todas las respuestas.

Nada tengo que envidiar a los demás, quizás sólo tiempo, quizás una tarde más.

Pero la vida es así, llegamos sin pedirlo y nos vamos sin querer irnos.