Mi huésped, Ayden

Prólogo

El día en el que mi hermanita nació fue uno de mis favoritos. Verla llegar en brazos de la enfermera, envuelta en una manta rosa con olor a bebé impregnado en ella, fue lo mejor que vi en toda mi vida.

La amé desde el primer instante.

Sin embargo, no fue lo mismo con el nacimiento de Kyle, mi hermano menor por dos años. Yo ni siquiera tenía la capacidad de entender lo que era aquel bulto que mi madre tenía en los brazos, tan solo supe que no quería que me dejaran de prestar atención por aquella cosa desconocida para mí. Yo solo tenía dos años, nada más. No entendía lo que pasaba a mi alrededor, solo seguía a mi padre por todo el hospital sin saber qué hacer, queriendo llamar su atención extendiendo los brazos para que me alzara.

Pero aquel día en el que Mía llegó al mundo no pude detener las lágrimas de felicidad. La emoción de por fin tener a alguien a quien pasarle mis juguetes de pequeña, toda la ropita que yo usé en un momento de mi vida y tener la posibilidad de, cuando ella creciera, enseñarle cosas que podrían servirle de mucho, así como peinarse para su primer día de colegio. La alegría en ese momento no se podía comparar con nada. Mis nervios se encontraban ahí, bullendo en mi interior a fuego lento. No quería que nada le pasara a esa pequeña cosa bonita, pensaba que a la enfermera se le iba a caer de las manos cuando nos la mostró, o que posiblemente ella no se lavó las manos antes de tocar a mi pequeña y recién nacida hermanita.

Kyle, al contrario, la odiaba. Estaba en esa etapa en donde tener una hermanita menor lo iba a desterrar de su puesto del más querido de mis padres, lo cual nunca me importó mucho, solo esas veces en las que yo tenía que hacer tales cosas porque él —en sus horas de caprichos y gritos ensordecedores— tenía que ordenar, limpiar y arreglar todo lo que había destrozado.

Aunque tengo que admitir que decir que solo una sola cosa fue la mejor que me pasó en la vida es mediocre o estúpido. Podría haber dicho que gané algún campeonato de vóley en la escuela junto con mis compañeras de equipo en un torneo o que fui la mejor en actuar el día en que la obra Romeo y Julieta de Shakespeare se estrenó.

Pero no, nada de eso me sucedió a mí. ¿Ganar un campeonato de vóley junto con mis compañeras de equipo? Eso es algo muy idiota. Para ello necesitaba amigas, algo tan básico como eso, y yo no las tenía; no porque fuera una chica tímida con grandes lentes y estudiosa —aunque la parte de lentes grandes y estudiosa sí la tengo—. Solo que no necesitaba amigos. Aparte de que muchos del colegio me aborrecían por el hecho de echarlo a perder todo. Sinceramente, no los culpo. Pero nada lo hago con esas intenciones, la cosa es que nunca me doy cuenta de mis actos.

Como por ejemplo la vez que le rompí la nariz e hice desmayar al capitán del equipo de fútbol americano en segundo año de secundaria. No fue mi culpa del todo. Yo qué iba a saber que cuando abriera la puerta de mi taquilla su nariz iba a estar en esa trayectoria, y que cuando la abriera se me caería el agua embotellada y se rompería la tapa, derramándose en el piso y haciéndolo resbalar. Él se desmayó por el fuerte golpe en la cabeza que se dio contra el piso al caer. Así es como casi se fractura el coxis al caer también de culo al suelo. Por lo que, con solo abrir una miserable taquilla de secundaria, le causé tres cosas que tenía que sumar a mi lista de «momentos echados a perder».

Sin mencionar que media hora antes de todo ese incidente yo me propuse mantenerme alejada de todo lo bochornoso que podría hacer con cada cosa que me pasaba por al lado. Pretendía cuidar todos mis actos por las dudas de, con siquiera moverme, poder causar una revolución o un incendio en los pasillos.

Desde ese día no me propuse nada.

Aparte de que por mi culpa perdieron la temporada por falta del capitán, el único que jugaba bien en todo el equipo.

Como ya dije, soy todo lo contrario a un trébol de cuatro hojas.

Todo eso hasta que hoy esas palabras que salieron de la boca de mis padres hicieron que fuese el segundo mejor día de mi vida. Creo que fui la única que se emocionó por aquella idea tan espectacular.

Nos iríamos a otro país. ¡Nos mudaríamos!

Me alejaré de aquellas personas que hicieron del instituto un infierno para mí, a las que odiaré por siempre y no volveré a ver. No volveré a este asqueroso lugar en donde todos los recuerdos malos se encuentran enterrados. Las burlas, el maltrato de ellos hacia mí iba a quedar atrás y me olvidaré de todo, voy a dejar atrás los malos momentos y comenzaré de nuevo.

Estoy tan emocionada ahora mismo que hasta tengo las maletas y todo lo demás preparado para nuestra partida. En cambio, mi hermano no está tan eufórico como lo estoy yo, todo lo contrario. A sus quince años, su actitud ya no es como la del niño de siete años que envidiaba que Mía tuviese toda la atención de nuestros padres, una bebé recién nacida necesitaba mucha atención y cuidados. Ahora, Kyle es todo un adolescente rebelde que se queja por todo, no hace caso y se escapa, sin mencionar que odia la idea de irse de aquí y empezar de nuevo.

Pero bueno, está dejando a sus amigos atrás, con quienes pasó su infancia y la mitad de su adolescencia, lo entiendo en parte. Si yo tuviese amigas de las cuales despedirme estaría con su misma actitud gruñona. Pero como no las tengo, no puedo decirle nada.

Mía, quien ahora coloca sus muñecas en su pequeño bolso, ya tiene siete años, diez menos que yo, y es todo un amor de niña. Es algo tímida, pero cuando se enoja es el diablo en vida. Con sus rizos castaños y sus ojos grises azulados, color característico de la familia, enamora a todo aquel que se le cruce en frente. Si pudiese decir que una Barbie lograra tener vida y convertirse en una niña de siete años, diría que esa es Mía. Toda una princesita con una belleza extraordinaria.

Al contrario de ella, soy rubia rojiza, pálida como si de un fantasma se hablara y con sus mismos ojos grises, aunque los míos los cubren unos lentes lo suficientemente grandes como para ocupar un cuarto de mi rostro. Se pueden encontrar sobre mis pómulos algunas pecas esparcidas que casi nadie de mi familia tiene, un hecho que me encanta.




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