Media hora después, mi hermano llega cargando una mochila en su hombro, en donde está mi ropa seca. Él sigue estando tal y como se fue de casa, vestido aún de traje. Me sonríe un poco tenso y algo confundido antes de que yo agarre todo para irme al baño a cambiarme.
Sé que está muy intrigado con lo que está pasando, yo también lo estaría. Por más que no lo demuestre, se nota que está preocupado por lo que sea que él esté pensando que sucedió.
Con un suspiro lleno de cansancio, me saco la ropa mojada y la guardo en una bolsa de platico que impedirá que toda esta moje la mochila, y luego me cambio con la seca. No puedo creer que mi hermano haya revisado mi cajón de ropa interior. Es tan vergonzoso. Eligió unas bragas negras de encaje que cada mes me compraba mi madre en Canadá de una tienda moderna y juvenil. Todas aquellas las guardo en una caja —a la que ahora tendría que ponerle candado—. Las guardo allí porque, sinceramente, no me gusta usarlas mucho tiempo, se vuelven molestas. Es por eso por lo que las tengo bien guardadas, porque son las cómodas las que uso. Son de esos bóxeres para mujeres, que se parecen mucho a shorts. Pero no, mi hermano tuvo que entrar a revisar y traerme lo único que en este caso y situación en la que estoy me hace estar incómoda.
Lo mataré por revisar. Pero al menos me trajo la ropa que le pedí y el saco. Guardo mis pantuflas de pato en otra bolsa de plástico y meto todo en la mochila antes de limpiar mis anteojos con papel mojado. Una vez lista, salgo del baño y me encamino hacia mi hermano, quien está sentado cómodamente en las sillas, con una pierna encima de la otra y un brazo apoyado en el asiento contiguo. Me siento en ese asiento junto a él y le tiendo la mochila.
—Las pastillas que me dijiste están en el bolsillo —dice Kyle. Asiento y busco en donde me dijo que está mi salvación médica. Creo que con el frío que me llevé al salir de casa descubierta un día de lluvia
como este estaré en la cama toda una semana. Por lo que necesito muchas pastillas a partir de ahora.
—Gracias. —Me levanto pesadamente del asiento, pensando en ir a pedirle un poco de agua a la recepcionista para poder tomar mi medicamento, pero el brazo de mi hermano me detiene. Lo miro confusa.
—Ya le pedí el agua yo cuando te fuiste a cambiar. —Sonríe y me pasa el vaso repleto de agua, el cual no vi que tenía en la mano derecha. Le sonrío de vuelta y me siento de nuevo en el lugar a su lado, tomando el vaso de su mano y tragando la maldita y asquerosa pastilla—. Ahora cuéntame lo que pasó. No le entendí mucho a mamá.
—Luego de que se fueran, me dormí de nuevo y tocaron la puerta. Sinceramente pensaba que eran de esos niños que molestan y luego se van corriendo para que no los descubran, pero al parecer no fue así. —Comienzo a contar, bajando la mirada, recordando todo ese trágico momento—. Este chico… estaba sangrando mucho, apenas se sostenía del marco de la puerta. Se cayó encima de mí. No sé cómo logré sostenerlo… fue muy… repentino tenerlo sobre mí de un segundo al otro. No sabía qué hacer hasta que recordé lo que dijo mamá sobre algún caso que se me presentara igual a este. E hice todo lo que ella me dijo.
—¿Cómo viniste hasta aquí?
—Ustedes dejaron el auto porque se fueron en limusina a la fiesta. Esa fue mi salvación y la del chico. Por lo que conduje hasta aquí.
—¿En el camino no te dijo nada? —pregunta como si estuviese sacándome información para algún caso extraño en el que tiene que trabajar. Eso siempre me dio gracia, todo lo que pasa se lo toma como si fuese forense o detective.
—No.
—Entonces… ¿Piensas que es de esos chicos malos que roban o qué? —Se endereza en el asiento y se encorva, dejando que sus codos se apoyen en las rodillas. Junta sus manos y apoya su mandíbula sobre ellas para mirarme fijamente.
—No lo sé. No lo pude ver bien. Sé que es grande, todo su peso estuvo arriba mío, pero no creo que él se haya buscado que le dispararan.
—Tienes que preguntárselo. No quiero que te involucres con un matón —comenta de una manera muy seria para ser verdad. Lo que faltaba, mi hermanito retándome y obligándome a hacer una cosa que, de igual manera, iba a hacer.
—Lo haré, tranquilo.
—¿Te dijeron algo los médicos o las enfermeras? —pregunta luego de unos segundos de puro silencio. Niego con la cabeza y él suelta un suspiro de derrota. Sé que está preocupado, pero ahora no necesito que me presione para sacarle información a un chico que todavía no sé cómo está.
Los segundos y los minutos se hacen eternos. La sala no se llena ni una vez, de suerte puedo ver a algunas señoras ser atendidas por otros médicos, pero eso es todo. Está totalmente desierto. Con mi hermano no dirijo otra palabra más, no porque esté enojada —porque no lo estoy ni tengo intención de estarlo—, sino porque estoy muy nerviosa y triste. Con esto del resfriado los sentimientos están prendidos de un hilo muy fino. Puedo llorar por cualquier cosa si lo pretendo. Y ahora tengo una muy buena excusa para llorar. ¿Se morirá? No sé qué le pasó, no sé si las balas tocaron órganos vitales o no. No sé por qué tardan tanto los médicos en darnos un veredicto de lo que tiene.
La ansiedad está al límite. Mi pierna se mueve de arriba abajo con rapidez y la preocupación crece el doble cuando una hora pasa sin tener respuestas de las enfermeras que veo pasar.
Mi madre llamó a mi celular para preguntar cómo estaba todo. Por suerte, mi hermano se acordó de agarrarlo antes de salir de casa para venir aquí. Ella me prometió que cuando terminara la fiesta vendrían para el hospital a hacernos compañía. Se lo agradecí, otra vez intentando que las lágrimas no se derramaran por mis mejillas. Siempre me pongo sensible por cualquier cosa, no me avergüenzo de ello del todo, pero a veces siento que soy una nenita de once años cuando lloro por nada en especial.
Hubo veces en las que, de pequeña, estaba en mi habitación y de repente me ponía a llorar. No sabía por qué, pero lo hacía. Lo bueno de eso es que siempre conseguía un cono lleno de helado.