Aquel día fue, oficialmente, el más agotador de la vida de Catherine.
Ni siquiera cuando cruzó el país de estado en estado, sobreviviendo a moteles dudosos y cucarachas con complejo de arrendadoras, terminó tan exhausta.
Y no, el agotamiento no era físico.
Era emocional.
La presencia de Greg le había drenado el alma como una aspiradora sin compasión.
Y la pelea de patio escolar con esteroides entre Johnny y su ex esposo fue la gota que colmó su paciencia.
—Voy a ahorcar a Travis —murmuró con la cara enterrada en la almohada, justo antes de caer rendida.
Greg no lo había dicho.
Pero ella sabía.
Sabía, en lo profundo de sus entrañas latinas, que Travis fue el bocón cósmico que le soltó su ubicación a su ex como quien lee un horóscopo en voz alta.
Y Catherine, sinceramente, estaba demasiado cansada para lidiar con hombres con egos del tamaño de Texas.
***
Al día siguiente…
La mañana llegó vestida de tormenta bíblica.
Lluvia torrencial, viento traicionero y esa atmósfera que hacía que hasta los árboles quisieran renunciar a ser árboles.
Un zumbido de notificaciones la sacó de su semisueño.
«Elan: Hoy cancelamos operaciones por el clima. Manténganse seguros.»
Catherine resopló, restregándose la cara.
Ya estaba despierta, y volver a dormirse sería como intentar meter un gato en una caja de zapatos mojada.
Rodó dentro de su camioneta hasta la ventanilla, con la esperanza de ver el clima…
Pero todo era gris, violento y líquido.
—¡Madre santa! —exclamó, al ver que el mundo exterior parecía un filtro dramático de película apocalíptica.
Entonces, sonó una alarma.
Una que jamás había escuchado.
«Alerta: Advertencia de tornado. Por favor, refúgiese en un lugar seguro. Lejos de las ventanas…»
—¿¡Tornado?! —repitió en voz alta, justo cuando sonó un golpe en su puerta.
Catherine pegó un brinco.
—¡Johnny! —exclamó al ver al chico empapado como perro regañado, de pie bajo la lluvia como si fuera un héroe de telenovela con presupuesto.
Él se metió sin pedir permiso, jadeando.
La miró de arriba abajo como si contara sus costillas con los ojos.
Estaba claramente preocupado.
Y Catherine… bueno, su corazón se saltó un latido como si le hubieran dado un empujón desde dentro.
El ambiente cambió.
La tormenta rugía afuera, pero dentro de la camioneta… había calor.
Johnny extendió una mano temblorosa y le rozó suavemente la mejilla.
Catherine cerró los ojos por reflejo.
No por miedo.
Sino porque ese gesto era demasiado.
Demasiado tierno.
Demasiado dulce.
Demasiado él.
Johnny se perdió en su propio universo.
“Jesús… María… José… Creo que es el momento. ¡Bésala!” —gritó Salvatore, su lobo interior, más emocionado que un fan de novela turca.
Johnny se inclinó.
Su aliento rozó la piel de Catherine.
Sus labios, a centímetros.
“¿Hijo… estás en un lugar seguro?” —interrumpió Rey, la voz de su padre por el vínculo de manada.
Y así, el momento se rompió.
Johnny se tensó.
Tenía una misión.
Quería besarla… pero tenía que protegerla.
Se inclinó hacia su cuello y aspiró su aroma.
Ese olor a canela, vainilla y caos emocional que lo dejaba desarmado.
Catherine se estremeció.
Sí, cliché.
Pero era su punto débil.
Uno de esos que te hacen olvidar que hay viento afuera y que podrías morir aplastada por una vaca voladora.
—Tienes que venir conmigo. Hay que refugiarnos. Se acerca un tornado —dijo al fin, con voz ronca y mandíbula tensa.
Y con lo poco de autocontrol que le quedaba, Johnny se separó.
Catherine abrió los ojos, sin aliento.
Parpadeó.
Una vez.
Dos.
Volvió a su cuerpo.
A su mente.
—¿Y mi camioneta? —preguntó, con preocupación genuina.
Nunca había vivido un tornado, y lo más que sabía del tema era que Dorothy perdió su casa y terminó hablando con un espantapájaros.
Johnny sonrió, y le tomó la mano.
—Si pasa algo, te compro otra —dijo con una suavidad que casi le rompe las defensas.
Y la jaló, suave pero firme.
Catherine lo siguió, con el alma temblando.
Casi a punto de llorar.
“Si esto se destruye, quedaré atrapada en este pueblo de por vida” —gimió en su mente.
Apenas abrieron la puerta, la lluvia les azotó como bofetón de tía molesta.
El viento rugía.
Y entonces, corrieron.
No solo del tornado.
También de todo lo que aún no se atrevían a decirse.
Llegaron a la mansión empapados, jadeando, dejando un rastro de agua en los pasillos como si fueran náufragos recién salidos del mar.
Sus pasos resonaban sobre el suelo de madera, el agua escurriendo desde sus ropas…
Y sus corazones, latiendo al compás de algo más que el miedo.
Al fin, Johnny tocó la puerta del cuarto seguro.
Les abrieron.
—Gracias al cielo que lo lograron —exclamó Miriam, abrazando a Catherine con fuerza.
—Aún no ha pasado —respondió Johnny, barriendo el lugar con la mirada mientras buscaba algo con qué secar a Catherine.
Él era un hombre lobo.
Resistente al frío, a la fiebre, y probablemente a la muerte misma.
Pero verla temblar… lo hacía temblar a él también.
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Editado: 12.07.2025