Catherine salió de la oficina de Rey más enredada que auriculares después de tres minutos en un bolso.
—Fui a pedirle que ayudara a convencer a su hijo de que está loco… y salí convencida de que la loca soy yo —murmuró, hablando sola como buena dramática funcional.
Y justo en ese instante, lo vio.
A lo lejos, en uno de los pasillos de la constructora, Johnny estaba hablando con unas personas.
Parecía estar mostrándoles planos, explicando cosas con sus manos, señalando puntos como un pequeño alfa en su elemento.
Catherine se detuvo.
—Entonces sí trabaja… —susurró con una sonrisita incrédula—. No se pasa todo el día acosándome.
Lo dijo sin malicia, con esa ternura cínica que solo ella sabía manejar.
Y luego lo miró bien.
Johnny sonreía.
Era una sonrisa profesional.
Educada.
Agradable.
Neutral.
No era la que él le daba a ella.
Porque con ella, Johnny no sonreía así.
Con ella su sonrisa era traviesa, íntima, ligeramente peligrosa.
—Ah… —murmuró en voz baja, como quien se da cuenta de algo y no quiere admitirlo—. Así que sí hay diferencia…
Y ahí fue cuando empezó.
La vigilancia no oficial.
También conocida como: "no lo estoy siguiendo, solo voy a donde él está… pura coincidencia".
O "mira tú qué raro, justo pasé por aquí mientras él supervisaba esta obra".
O su favorita: "voy a caminar con este portapapeles aunque esté en blanco porque da apariencia de productividad".
Johnny caminaba por el pasillo.
Ella también.
A cinco metros.
Pegada a la pared como sombra nerviosa con zapatos.
Salvatore, desde la mente de Johnny, estaba al borde de declararse fanático de los dramas románticos en silencio.
“¡Te lo dije! ¡Está loca por nosotros! ¡Esto es cortejo humano! ¡Está aplicando la estrategia de ‘estoy cerca pero no te hablo porque me gustas demasiado’!”, gritaba, con entusiasmo de telenovela adolescente.
Johnny no dijo nada.
Solo sonrió para sí, mientras giraba por otro pasillo.
Catherine lo siguió, esta vez tratando de parecer muy concentrada en la pantalla de su celular… que tenía la app de la linterna abierta por error.
Doblaron una esquina.
Johnny entró al almacén.
Y Catherine, muy sutilmente, tropezó con una caja de herramientas que no tenía ninguna razón de estar ahí, salvo servir de trampa del destino.
—¡Mier…! —exclamó, perdiendo el equilibrio, agitando los brazos como un pato a medio vuelo.
La caja hizo un ruido metálico infernal.
Un destornillador salió volando como misil descontrolado.
Una caja de clavos se abrió como confeti de desastre.
Catherine terminó sentada, dignidad en modo de emergencia.
Y entonces apareció Johnny.
De la nada.
Con la calma de un ninja disfrazado de capataz.
—¿Todo bien? —preguntó, con una expresión perfectamente neutra.
Catherine lo miró desde el suelo, intentando no explotar en llamas.
—Súper. Solo… inspeccionando el estado de gravedad del suelo.
Johnny asintió con seriedad exagerada.
—Importante. La gravedad es voluble.
Le tendió una mano.
Catherine dudó.
Pero la tomó.
Y él la levantó con un movimiento que hizo que su brazo le rozara la cintura.
Ella tragó saliva.
Él no dijo nada.
Y la ayudó a recoger las herramientas…
como si no hubiera visto nada.
Como si no supiera.
Pero sabía.
Claro que sabía.
Catherine lo observó mientras él ponía las cosas en su sitio.
Y otra vez notó la diferencia.
Con los demás, Johnny era educado.
Respetuoso. Amable.
Pero con ella…
Con ella había una suavidad distinta.
Una atención demasiado personal.
Como si todo en él se concentrara cuando estaba cerca de ella.
Como si su forma de estar en el mundo cambiara cuando ella estaba presente.
Catherine salió del almacén con las mejillas ardiendo y una voz interior que decía:
—No estás enamorada. Solo estás… confundida. Y hormonal. Y torpe. ¡Exacto! Eso fue solo una torpeza. ¡Una coincidencia de pasillo!
Salvatore, desde el otro lado, susurraba triunfal:
“Está derritiéndose como queso sobre arepa caliente. Vamos bien, Depredador. Vamos muy bien.”
Él la vió alejarse con algo de nostalgia y entonces resumió su camino.
Johnny caminaba solo por el lateral del almacén, con las manos en los bolsillos y el corazón demasiado lleno para caberle en el pecho.
La había sentido.
No la había visto.
No la había oído.
La había olido.
Canela.
Vainilla.
Y un poquito de angustia emocional con aroma a “me estoy mintiendo a mí misma”.
Y ahí estaba.
Tropezando con cajas de herramienta, fingiendo que no lo seguía, escapando como si él fuera una plaga… y no un chico que solo quería que ella lo mirara como un hombre.
Cerró los ojos un segundo.
Y volvió al beso.
Su primer beso.
Su primer, real, perfecto y tembloroso beso.
La forma en que sus labios se encontraron.
La forma en que ella no lo empujó.
La forma en que su cuerpo se quedó quieto, suave, tibio… presente.
—Fue estúpido —murmuró para sí—. Pero fue lo mejor que he hecho en mi vida.
Salvatore gruñó suave en su cabeza.
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Editado: 30.06.2025