Mi Luna es Mayor & Difícil

20. Comienzan las Grietas

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—Realmente necesito terapia... o un exorcismo hormonal —murmuró Catherine, arrastrando los pies hasta su camioneta como quien acaba de sobrevivir a una telenovela de tres temporadas en un solo día.

Como siempre, Roxana ya la esperaba campante en el asiento del copiloto, masticando chicle y revisándose el delineado en el espejo retrovisor.

—¡Hola, hola! ¿Cómo te fue hoy? —canturreó con energía solar.

Energía que Catherine no tenía ni en el recuerdo.

Se dejó caer en su asiento como si el universo la estuviera empujando.

—No quieres ni saber —resopló con cara de haber corrido una maratón emocional con tacones.

Roxana arqueó una ceja, cerró el espejo y se giró como radar humano.

—¿Tan mal te fue?

—Horrible —dramatizó Catherine, abrochándose el cinturón como si fuera una armadura—. Fui a hablar con el papá de Johnny… ¿y sabes qué me dijo?

Roxana la miró con el brillo del chisme fresco en los ojos.

—A ver, sorpréndeme. ¿Qué dijo el padre del año?

—Que él y su esposa aprueban la relación —soltó Catherine, como si acabara de anunciar que el apocalipsis había comenzado en Arizona.

Roxana parpadeó.

—¿Eh?

Catherine encendió la camioneta con violencia pasiva y arrancó como si estuviera escapando de sí misma.

Roxana se enderezó de inmediato, como soldado al frente de batalla.

Sabía que Catherine conduciendo nerviosa era igual a una montaña rusa sin frenos.

—¿Estás segura de que dijo “aprueban” y no “prohíben”? ¿No lo oíste al revés del susto?

—¡No, Rox! ¡Lo dijo clarito! ¡Con voz de sabiduría y todo! Que están de acuerdo. ¡De acuerdo! ¡Como si esto fuera normal! —exclamó mientras cambiaba de carril sin señalizar y pasaba una luz amarilla que ya era más roja que el vestido de una vedette.

Roxana se aferró al manubrio de la puerta.

—Ok, ok, respira. ¿Quieres que manejemos a un lugar con sillas acolchadas para gritar o prefieres estrellarnos directo contra tus emociones?

—Yo salí de esa oficina con tres ojos, Roxana. Tres. Uno extra de puro trauma. ¡Sentía que la cabeza me iba a explotar!

Roxana solo asentía, con la mirada clavada en la calle y el pie derecho pisando un freno imaginario cada vez que Catherine ignoraba una señal de tránsito o se acercaba demasiado al carro de adelante.

—¿Y puedes creer —continuó Catherine, ya en modo relato catártico— que cuando lo espié... ¡me caí?! ¡Como una berraca! ¡Con herramientas volando y todo! ¡Un destornillador me pasó por el lado como misil teledirigido! Sentía que me moría de la vergüenza.

Roxana tapó la boca, no para gritar, sino para no soltar una carcajada que seguramente las iba a sacar del carril otra vez.

—¡Ay, Cathe, tú no espías! Tú organizas accidentes con coreografía.

—¡Fue horrible! Y él... él actuó como si nada. Lo último que hice… pues lo espié una vez más desde atrás de una estantería. ¡¡Me sentí como si yo fuera un ninja, pero versión tía en crisis!!

Roxana ya no pudo contener la risa.

—¿Y tú crees que no se dio cuenta?

—¡Claro que no! ¡Yo fui sutil! Bueno… más o menos… ¡Ay, no sé! —se quejó Catherine, tapándose la cara con ambas manos.

Roxana ya no podía más.

Soltó una carcajada, sujetándose el estómago.

—Dios mío, Catherine. Johnny te giró el mundo en ciento ochenta grados... y no creo que tenga planes de retroceder.

Catherine resopló frustrada.

Roxana, en cambio, suspiró aliviada.

Por fin habían llegado sanas y salvas a la mansión, lo cual, considerando la conducción de Catherine bajo estrés emocional, era casi un milagro certificado.

Ya con el motor apagado, Catherine se quedó unos segundos en silencio antes de hablar, con voz baja, grave, diferente:

—Roxana... yo solo sé que esto no está bien. Hay leyes que prohíben esto. Si al menos tuviera veintiún años, como tú… tal vez no me resistiría tanto. Pero es menor. Es un niño, Rox.

Roxana bajó la mirada.

Le dolía ver a su amiga así.
Porque sabía que Catherine no lo decía con malicia.
Lo decía desde el miedo.
Desde su mundo humano.
Desde la lógica que conocía.

Para los lobos, la situación era distinta.
No era ilegal. No era inmoral. No era enfermo.

Pero para Catherine… sí lo era.
Y Roxana no podía decirle toda la verdad.

No todavía.

—Cathy… —dijo de pronto, su voz más suave que nunca—. ¿Alguna vez has oído hablar de los mates?

Catherine frunció el ceño y negó con la cabeza.

—¿Y de las almas gemelas?

Esta vez, asintió.

—Pues bien. En este pueblo, nosotros creemos en eso. Les llamamos mates. Para nosotros solo existe una persona… una sola… que puede ser tu compañero de vida. Tu vínculo. Tu otra mitad.

Roxana hablaba con una dulzura que parecía brotarle de los huesos.

Se le notaba en la sonrisa, en la mirada perdida, como si hablara desde una experiencia que no podía contar aún.

Catherine la escuchaba en silencio.
Confundida.
Inquieta.

—Johnny piensa que tú eres su mate —añadió Roxana con honestidad—. Por eso sus padres lo apoyan.

Catherine sintió que el corazón le dio un vuelco.

Algo en esa palabra… “mate”… tenía un peso que no entendía, pero que la tocaba.

—¿Y cómo… cómo sabe él eso? ¿Y si se está equivocando?

Roxana la miró, se acomodó en su asiento y sonrió con cariño.




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