Mi Luna es Mayor & Difícil

27. Desmayo

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Todo estaba bien.

Perfectamente bien.

Al menos, eso se repetía Catherine mientras movía cajas con más fuerza de la necesaria.

Había comenzado el día con besos, suspiros y el tipo de ternura que parecía sacada de un libro que prometía finales felices con moños y olor a chocolate caliente.

Todavía podía sentir los labios de Johnny en su cuello.

El calor de su cuerpo.

Ese “mía” gutural que aún le hacía eco en el pecho.

—Idiota adorable —murmuró para sí, mientras apilaba herramientas sin realmente verlas.

Y entonces…
El primer escalofrío.

Frunció el ceño.
Se frotó los brazos.

El sol de Arizona estaba en su punto más alto, y aún así, algo en su piel se erizó como si estuviera en una habitación con el aire acondicionado puesto en “modo pingüino”.

—Qué raro...

Siguió trabajando.

Pero cada paso pesaba más.

Su cuerpo, que hacía minutos parecía ligero como una pluma feliz, ahora le dolía como si hubiera corrido una maratón cuesta arriba. Cargando un camión. Emocional.

Luego vinieron los sudores fríos.

—No, no, no —susurró, dejando caer una herramienta y llevándose la mano a la frente—. No me puedo estar enfermando. No hoy. No después de... esto.

Pero su piel estaba helada.
Y su frente... ardía.

Tragó saliva.
Sus piernas temblaron.
El mundo le daba vueltas, como una licuadora con ansiedad.

Fue entonces cuando Rey pasó por allí.

El jefe…
Y su suegro.

El tipo que siempre parecía hecho de acero y control.
El que medía las cosas con los ojos antes de hablar.

Y ese día, sus ojos se clavaron en ella con más intensidad que nunca.

Catherine intentó sonreír.

—Buenos días jefe… —dijo con voz débil. Demasiado débil.

Rey frunció el ceño.
No respondió.
Solo avanzó un par de pasos, guiado por algo más que la lógica.

Entonces lo olió.
Y se detuvo en seco.

El aroma de Catherine había cambiado.
Seguía siendo canela y vainilla…
Pero ahora tenía algo más.

Un dejo distinto.
Un matiz que conocía demasiado bien.

El olor de su hijo.

“Ya habrá actualizado el firmware de hombre a señor?” preguntó su lobo divertido.

Rey entrecerró los ojos, en un intento por no sacar conclusiones precipitadas.

—¿Estás segura de que estás bien? —preguntó, ahora más serio, más alerta.

Catherine quiso responder.
Lo intentó.
Pero la visión se le nubló.
Las piernas ya no respondían.

Y lo último que escuchó antes de caer…

...fue el grito de Rey llamándola por su nombre.

***

En un parpadeo, Rey la atrapó antes de que tocara el suelo.

Sus brazos se cerraron con precisión.
Con velocidad sobrenatural.

Y fue entonces, en ese instante en que el cuello de la blusa de Catherine se deslizó apenas, que Rey lo vio.

La marca.

Pequeña.
Cicatrizando.
Clara.

Rey apretó la mandíbula.

—Johnny... —murmuró con un tono grave, casi sin voz.

Pero no era solo enojo.
Había algo más en su mirada.

Algo que muy pocos podían notar:

Temor.

Porque si Catherine estaba marcada…
Y se estaba desmayando…
La transformación podría haber comenzado.
Y Catherine... no tenía idea.

***

El hospital olía a cloro, cansancio y a secretos a punto de explotar.

Catherine estaba en observación.
Inconsciente.
Con la piel pálida, sudorosa.

La enfermera le había puesto suero y un médico decía cosas que Rey ignoraba por completo, porque la única medicina que necesitaba esa chica... era tiempo.

Y suerte. Y quizá un milagro.

Johnny llegó corriendo con la camiseta sudada, el cabello alborotado y la desesperación marcada en la mirada.

—¿Dónde está? —jadeó, sin saludar a nadie. Roxana, que también había llegado, se limitó a señalar la habitación con una expresión entre “te mato” y “después te abrazo”.

Rey lo esperaba en la puerta.

De brazos cruzados.

Inmóvil.

Como una escultura de paciencia... agrietada por dentro.

—¿Qué fue lo que pasó, Johnny? ¿Por qué Catherine está marcada? —preguntó con voz baja. Controlada.

Johnny sonrió.
O al menos lo intentó.
Estaba nervioso.

Pero también feliz.
Porque el recuerdo ardía vivo dentro de el.
Y su pecho todavía olía a su perfume.

—La marqué —dijo con una media sonrisa. Picardía en la voz. Como si estuviera hablando de un beso en el cuello, no de un evento místico con potencial mortal—. Entre besos… me salió. Fue instinto. Pero fue hermoso.

Rey parpadeó. Una vez.

Y luego, con voz firme, sin alterar el volumen…
gritó con cada músculo de su alma:

—¿¡ERES IDIOTA!?

Johnny se quedó tieso.

Rey nunca lo había insultado.

Nunca.

Salvatore se encogió en su mente como cachorro regañado.

“Esto se siente… nuevo. ¿Esto es decepción paternal? ¿Pica o quema?”

—Yo... solo... —Johnny no sabía ni qué decir.

Kai, que estaba a un lado, se acercó con expresión de confusión y alarma:

—Bro... ¿tú no estuviste en la clase de biología de la manada? ¿La clase de mates?

Johnny pestañeó.

La memoria hizo clic.

Y entonces...

…Flashback…

La clase estaba en curso.

La profesora, una loba mayor con cejas que podrían cortar metal, apuntaba al pizarrón:




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