El aire en la casa, que antes era denso y cargado de tensión, se había vuelto más ligero, casi etéreo. La risa de Luna resonaba por los pasillos, un sonido que ahora se mezclaba con el suave murmullo de las conversaciones entre el señor Alejandro y yo. Habíamos encontrado un equilibrio, un entendimiento tácito que nos permitía coexistir sin que la batalla por la educación de Luna se convirtiera en una guerra abierta.
Un viernes por la tarde, mientras Luna estaba en la escuela, el señor Alejandro me encontró en la cocina, preparando la cena. Se acercó a mí, y su mirada, que antes era fría y distante, ahora tenía un brillo cálido que me puso nerviosa.
—Clara, necesito hablar contigo —dijo, su voz suave y ronca.
Me giré hacia él, sintiendo un cosquilleo en el estómago.
—Claro, señor Alejandro. ¿Qué pasa? —respondí, tratando de mantener la compostura.
—He estado pensando… —comenzó, y se acercó aún más, su cuerpo rozando el mío. Sentí su aroma, una mezcla de madera y especias que me embelesaba. —He estado pensando en lo que dijiste sobre la educación de Luna.
Mi corazón dio un vuelco. ¿Acaso estaba cambiando de opinión?
—Sí, señor Alejandro. Creo que la escuela es importante para ella. Le ayudará a crecer y a aprender —dije, con un hilo de esperanza en la voz.
—Lo sé. Y creo que tienes razón. —Su mirada se posó en mis labios, y sentí una corriente eléctrica recorrer mi cuerpo. —Pero… —susurró, y su mano rozó mi brazo con una caricia que me hizo estremecer. —Pero también creo que hay otras formas de aprender.
Su mirada se volvió intensa, y me sentí atrapada en su magnetismo.
—Otras formas… —repetí, sintiendo que mi voz se quebraba.
—Sí. —Se acercó aún más, y sentí su aliento caliente en mi rostro. —Hay cosas que no se aprenden en los libros. Cosas que se aprenden con el cuerpo, con el tacto, con la pasión.
Mis ojos se encontraron con los suyos, y sentí una oleada de deseo recorrer mi cuerpo. Su mirada era penetrante, llena de una intensidad que me hacía perder el control.
—Señor Alejandro… —susurré, sintiendo que mi voz se convertía en un susurro.
—Clara… —dijo, y su mano se deslizó por mi espalda, acariciando mi piel con una suavidad que me hacía temblar. —Quiero enseñarte. Quiero enseñarte cosas que nunca podrías imaginar.
Su boca se acercó a la mía, y sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo. Sus labios rozaron los míos, y un fuego se encendió en mi interior.
—Señor Alejandro… —susurré de nuevo, sintiendo que mi cuerpo se derretía en sus brazos.
Su beso fue lento, apasionado, lleno de una intensidad que me dejó sin aliento. Sentí su lengua explorando mi boca, y mi cuerpo respondió con un deseo ardiente.
—Clara… —susurró de nuevo, y su mano se deslizó por mi muslo, acariciando mi piel con una sensualidad que me hacía perder la cabeza.
—Señor Alejandro… —grité, sintiendo que mi cuerpo se estremecía con cada toque.
Su mano se deslizó por debajo de mi falda, y sentí su tacto cálido y húmedo en mi piel. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, y un gemido escapó de mis labios.
—Clara… —dijo, su voz ronca y llena de deseo. —Eres tan hermosa.
Su mano se movió con una destreza que me hacía perder el control. Sentí su tacto en mi intimidad, y un fuego se encendió en mi interior.
—Señor Alejandro… —grité de nuevo, sintiendo que mi cuerpo se derretía en sus brazos.
Su beso se volvió más intenso, más salvaje, y sentí que mi cuerpo se elevaba hacia un clímax.
—Señor Alejandro… —grité con fuerza, sintiendo que mi cuerpo se estremecía con cada toque.
Y entonces, en la cocina, bajo la mirada de los azulejos blancos y la luz de la tarde, el señor Alejandro me llevó al cielo.
La pasión se apoderó de nosotros, y nos perdimos en un torbellino de deseo. El sonido de nuestros cuerpos chocando resonó en la habitación, una melodía sensual que nos envolvió en un éxtasis sin límites.
Pero en medio de la intensidad, la culpa y el miedo me invadieron. Era el padre de Luna, la niña que tanto quería proteger. Era mi responsabilidad cuidarla, no sucumbir a este deseo prohibido.
—Señor, debemos parar —dije, tratando de apartarme de él, pero mi cuerpo se negaba a obedecer.
—No, Clara, no podemos parar ahora —susurró, su voz ronca y llena de deseo. —No podemos parar.
Su mano se aferró a mi cintura, impidiéndome alejarme. Su mirada se clavó en la mía, llena de una intensidad que me hacía perder el control.
—Señor Alejandro… —grité, sintiendo que mi cuerpo se estremecía con cada toque.
Su beso se volvió más salvaje, más desesperado, y mi cuerpo respondió con un deseo ardiente.
—Clara… —dijo, su voz ronca y llena de deseo. —Eres tan hermosa.
Y entonces, de repente, me desperté. Estaba en mi cama, sudando y con el corazón latiendo a mil por hora. La habitación estaba oscura, y la única luz provenía de la luna que se filtraba por la ventana.
No podía creer lo que había soñado. Era un sueño tan vívido, tan real, que me había dejado completamente conmocionada.
Me senté en la cama, tratando de calmar mi respiración. El recuerdo de la pasión, del deseo, del tacto del señor Alejandro, me seguía atormentando.
¿Cómo había podido soñar con algo así? ¿Cómo había podido sentir una atracción tan fuerte por el padre de Luna?
Me levanté de la cama y me dirigí a la ventana. La noche era fría y silenciosa, y la luna brillaba con una intensidad que me hacía sentir aún más inquieta.
Tenía que olvidarme de ese sueño. Tenía que concentrarme en mi trabajo, en Luna, en mi responsabilidad.
Pero el recuerdo del beso del señor Alejandro seguía grabado en mi mente, un fuego que ardía en mi interior, amenazando con consumirme.
Los días siguientes fueron una tortura. El recuerdo del sueño me perseguía como una sombra, invadiendo mis pensamientos y nublando mi juicio. La culpa y la vergüenza me carcomían por dentro, y la simple presencia del señor Alejandro me hacía sentir incómoda.
Intentaba concentrarme en mi trabajo, en Luna, en mi responsabilidad, pero era imposible. Cada vez que lo veía, mi mente volvía a ese sueño, a la intensidad de su mirada, a la calidez de su cuerpo.
Un día, mientras preparaba el desayuno para Luna, sentí que iba a desmayarme. La habitación giraba, y mi visión se nublaba.
—Clara, ¿estás bien? —preguntó Luna, su voz llena de preocupación.
—Sí, cariño, estoy bien —respondí, forzando una sonrisa. —Solo tengo un poco de dolor de cabeza.
Luna se acercó a mí y me abrazó.
—No te preocupes, Clara. Yo te cuido.
Su inocencia me conmovió. Era una niña tan dulce, tan inocente, y yo estaba aquí, luchando con mis propios demonios, con un deseo prohibido que me atormentaba.
Me senté en la mesa, tratando de tomar un poco de café, pero no podía tragar. La imagen del señor Alejandro se había instalado en mi mente, y no podía sacarla.
—Clara, ¿qué te pasa? —preguntó Luna, mirándome con sus grandes ojos azules.
—Nada, cariño. Estoy bien —dije, tratando de calmarla.
—No te preocupes, Clara. Yo te cuido. —Luna me abrazó de nuevo, y su pequeño cuerpo me reconfortó.
En ese momento, el señor Alejandro entró en la cocina. Me miró con una expresión seria, y sentí que mi cuerpo se estremecía.
—Buenos días, Clara. Buenos días, Luna —dijo, con un tono cortés.
—Buenos días, señor Alejandro —respondí, sintiendo que mi voz temblaba.
—Luna, ¿ya estás lista para ir a la escuela? —preguntó el señor Alejandro, con una sonrisa amable.
—Sí, papá —respondió Luna, con una sonrisa radiante.
El señor Alejandro se acercó a Luna y le dio un beso en la frente.
—Te quiero, mi amor. —Luego, se volvió hacia mí. —Clara, ¿puedo hablar contigo un momento?
Mi corazón dio un vuelco. ¿Qué quería decirme?
—Claro, señor Alejandro —respondí, sintiendo un nudo en el estómago.
El señor Alejandro me condujo al jardín, y nos sentamos en un banco bajo la sombra de un árbol.
—Clara, necesito que me digas la verdad —dijo, su voz seria. —¿Qué te pasa?
Mi cuerpo se estremeció. ¿Cómo podía saber que había soñado con él? ¿Cómo podía saber que sentía una atracción tan fuerte por él?
—No sé de qué me hablas, señor Alejandro —respondí, tratando de mantener la calma.
—No te hagas la tonta, Clara. He notado que estás distante, que te comportas de manera extraña. ¿Qué te pasa? —Su mirada se clavó en la mía, y sentí que mi cuerpo se estremecía.
—No te preocupes, señor Alejandro. Estoy bien. Solo estoy un poco cansada —respondí, tratando de evitar su mirada.
—No me mientas, Clara. —Su voz se endureció. —Sé que algo te pasa. ¿Qué te pasa?
No pude más. Las palabras salieron de mi boca sin que yo pudiera controlarlas.