Mi pareja, mi fuerza (extras)

El secuestro

¾Ya saben, hoy a las 22:30 Ernesto asistirá a una gala en el Sheraton. Esta es la dirección. Irá solo, sin guardaespaldas. Es la mejor oportunidad que tendrán en mucho tiempo, y les recuerdo que tiempo es lo que no hay. No fallen.

Se oye el murmullo afirmativo de los hombres mientras se retiran. Es momento de preparar la logística.

Un automóvil negro y anodino sigue discretamente al elegante Mercedes GLE Coupé, último modelo que, repentinamente, toma un atajo por callejuelas poco transitadas. Los ocupantes del coche negro no pueden estar más felices. Se les facilitó enormemente el trabajo, pues no sabían cómo abordar al hombre sin llamar la atención.

Rápidamente lo obligaron a internarse en un callejón oscuro y lo obligaron a descender a punta de pistola. Le pusieron una capucha negra, le maniataron e introdujeron en el coche. Ninguno de los atacantes se dio cuenta cuando los ojos del secuestrado cambiaron a un color amarillo ámbar. Aunque los secuestradores lo notan sumiso, recuerdan la insistencia del patrón acerca de que lo rogaran, así que le suministran una inyección que lo deja totalmente fuera de combate.

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Mis secuestradores no saben a lo que se enfrentan, o al menos eso es lo que pienso cuando me meten a un coche, pero parece que me equivoqué porque apenas arranca siento el pinchazo de una aguja: me drogaron.

Recupero la consciencia en una choza ruinosa de madera con techo de paja. Estoy atado y amordazado, pero ya no tengo la cabeza cubierta. Lo que significa que no les importa que vea sus rostros. Asumo que van a matarme. Bueno, lo intentarán porque soy difícil de matar como cualquier otro hombre lobo.

Veo entrar a tres de mis captores. Me miran con desdén y burla.

—Vaya, el bello durmiente despertó —dijo uno de ellos con sorna—. Mejor, no me gusta golpear a los inconscientes, me agrada oírlos gritar. No sé qué le hiciste a nuestro jefe, pero nos dio órdenes precisas de hacértelo pasar mal antes de matarte, así que estaremos aquí unos días mientras nos divertimos contigo.

— ¿Quién los contrató?

—Alguien que te ama profundamente —responden entre risas.

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Los secuestradores ponen sobre una mesa desvencijada varillas de hierro, agujas, un látigo y velas. Supongo que se preparan para torturarme.

—Tienes suerte de que no nos gusten los hombres, porque nuestro jefe quería que te violáramos, pero nunca se va a enterar de que no cumplimos ese mandato. Ver pijas me da asco.

Durante horas me golpean, me cortan, me dan de latigazos, me introducen agujas bajo las uñas y me queman con la llama de las velas y cigarrillos encendidos. Pasado un tiempo, finjo desvanecerme y ellos sueltan mis ligaduras para curar mis heridas. Según tengo entendido, me tienen que tener al menos durante una semana.

Cuchichean entre ellos sobre la posibilidad de volver a atarme; para mi buena suerte, deciden no hacerlo creyendo que estoy muy débil para huir. Nada más lejos de la realidad. Mientras espero que salgan, sin querer me quedo dormido.

Despierto sobresaltado. No sé dónde estoy. No recuerdo nada. Me encuentro postrado en un colchón maloliente, en una covacha en ruinas y tengo golpes de diversa índole, quemaduras y cortes en todo el cuerpo.

Aprovecho que no hay nadie cerca y huyo de ese lugar. Siento que tengo que encontrar a alguien, pero no sé a quién, tampoco sé dónde estoy, pero algo me indica el camino a seguir, como si un ser sobrenatural me guiara.

Llego a un barrio suburbano de Ciudad del Este, bebo de una llave de la plaza del lugar y espero.




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