Mi Pequeña Adicción

Que comiencen los juegos, picola

Madison

¿Me puedo sentir más estúpida?, claro que sí, es más que obvio que sí, ya que aquí estoy preparando el café de la mañana para Donato después de que casi me echara de su casa. Ese hombre es el cretino más grande que conocí en mi vida.

¿Segura?, hay uno que supero cualquier expectativa. Me recuerda mi conciencia al nabo, más nabo.

Donato y ese tipejo se sacan chispas para ver quien se lleva el primer puesto al cretino más egocéntrico y poco hombre que conozco. Dos cretinos, dos que detesto. Uno por ser un bastardo conmigo y el otro por engañarme, tentarme y rechazarme cuando se siente acorralado. Este último es mi jefe al cual estoy tentada envenenar su café, pero como me hace probarlo antes de servírselo, no puedo, pero...

—Lo tengo. —hago un bailecito de la alegría con la mejor idea que se me pudo ocurrir.

¡Por Dios!, no lo mates. Suplica mi conciencia sabiendo lo que haré.

Salgo de la pequeña cocina que posee este piso y me dirijo a mi escritorio en busca de mi bolso de mano, dentro de este está mi arma secreta y como disfrutaré en usarla. Rebusco entre mis objetos personales hasta que doy con el pequeño poco de color blanco, sonrió con malicia y vuelvo a la cocina donde las galletas rellenas de crema esperan ser devoradas por un tirano jefe.

Harás que te despida. Me advierte mi conciencia.

—Ojalá lo haga. —hablo en voz alta.

Las personas creerán que estoy loca por hablar sola. La culpa de mi malhumor y maldades tiene nombre y apellido, Donato Greco. Si anoche no me hubiese rechazado cuando le pregunte "si con una noche aceptaría no volverme a ver", primero pareció decidido, pero antes de tocar sus labios con los míos me alejo bruscamente y me pidió que me vaya. Obviamente, lo golpeé con mis botas por ser un cretino y me largué por más que me llamo un par de veces lo ignoré y no me siguió gracias a que no puede dejar en soledad a Valentino.

Tuvo el descaro de llamarme a mi teléfono y como no le respondí comenzó a enviarme mensajes queriendo saber si llegue bien a mi casa, no supo de mí hasta esta mañana cuando me vio trabajando tranquilamente en mi escritorio. Me dedico una fulminante y un saludo entre gruñidos y después se perdió por gracia divina en su oficina hasta hace unos minutos que pidió su café.

Término de preparar la bebida caliente de color marrón, coloco la taza sobre la bandeja y las dos enormes galletas sobre un plato, las miro con tanta malicia que no puedo borrar la estúpida sonrisa de mis labios. No lo mataré, pero de que le daré vómitos lo haré.

Camino apresurada queriendo ver su rostro descompuesto por el asco. Me planto frente a su puerta y cuento hasta diez antes de tocar, ya que debo disimular o lo notará. Doy dos golpes suaves y escucho un "pase". Ingreso haciendo malabares a la oficina con la bandeja en la mano para que no se me caiga el café y las galletas.

Al entrar lo primero que veo es al hombre que causa sueños húmedos en cualquier mujer y más en mí. Este tiene sus ojos azules clavados en los míos. Su mirada me traspasa, me hace temblar por la fuerza y el deseo que esta posee. Donato es un adonis irresistible y lo sabe, te pone a soñar despierta. Se sabe encantador y lo usa a su favor para llevar el control en todo.

Camino nerviosa mientras su vista sigue clavada en mí, no sé si es por cómo me observa o por mi maldad, sea cual sea consigue que mi andar se vuelva inseguro, sus ojos son demasiados pesados para mi diminuto cuerpo. Llego hasta su escritorio y lo rodeo logrando que corra la silla hacia atrás para poder tener una vista perfecta de mi anatomía que es cubierta por un vestido de color piel que no me llega a las rodillas.

Me recorre de pies a cabeza, al llegar al escote que posee la prenda, la cual no deja nada a la imaginación, relame sus labios, mi boca se seca por tan atrevida acción. Trago en seco sin poder formular una oración que corte el tenso momento.

—¿Mi café? —asiento dejando la taza a un lado de las carpetas que observaba con tanta vehemencia, pero nada a comparación de cómo me mira. —Debe probarlo, señorita Chambers. —viro mis ojos y sin soltar palabra hago lo que ordena. —Sabroso, ¿no? —siento que sus palabras poseen un trasfondo.

—Obvio, lo hice yo. —respondo segura de mis dotes a la hora de preparar una tonta taza de café. —¿Desea algo más, señor Greco?

¿A qué juegan?, un día se anhelan y al otro son profesionales. Si mi conciencia está desconcertada, imaginen yo.

—Sí, tome asiento. —me señala la silla frente a él.

Dudo por un instante hacerlo, ya que si comienza a comer frente a mí es más que seguro que me mate, pero si no lo hace me perderé sus caras. ¡Qué difícil es ser yo! Me decido por tomar asiento y esperar impaciente lo que vaya a decirme.

—Delicioso. —murmura tomando del café sin dejar de verme.

—Gracias. —es lo único que se me ocurre decir. —No quiero sonar maleducada, pero si me dice que desea será más fácil para mí hacerlo y después volver a mi trabajo. —enarca una de sus cejas.

—¿Hará lo que le pida, señorita Chambers? —una sonrisa irresistible se le forma en los labios.

—Mientras que sea trabajo, sí. —aclaro para que se deje de indirectas.

Suelta un bufido mientras toma una de las carpetas de color amarillo que leía antes de que yo llegara. La abre y después de unos segundos leyendo las hojas, vuelve a mirarme y sus ojos tienen un peculiar brillo, nada malo, sin embargo noto que se encuentran diferentes.

—¿Recuerda a la señora Mesina? —mi cuerpo se tensa. Guardo silencio y espero a que me ordene, le entregue el caso a otro abogado del bufete. —Lo tomaré como un sí. Bien, seré el abogado de ella. —suelta tranquilo.

Parpadeo anonadada, me quedo perpleja mientras mi cabeza intenta procesar la información que me entrega. Busco una pisca de broma o maldad en sus ojos y nada hay en ellos, más que un sentimiento puro y real.




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