El ascensor se detuvo con un quejido, como si dudara de su propósito. Las puertas —que hasta entonces no existían— se abrieron lentamente, revelando una sala blanca, como una página aún sin escribir.
Y ahí estaba él. Flotando en el centro.
El pato.
—¿Eso es... un pato? —preguntó el protagonista.
—No cualquier pato. Tu pato. ¿No te acuerdas? Lo añadiste en el capítulo 3 como un recurso cómico, y ahora está acá. Flotando. Existiendo de nuevo.
El pato miraba el vacío. Literalmente: la palabra "vacío" flotaba en una esquina.
—Si existo solo porque alguien me escribió... ¿Qué soy cuando nadie me lee?
—¡No empieces con eso! —refunfuñó el protagonista—. Ya tuve suficiente con las comas vivientes y los signos de exclamación pasivo-agresivos. No puedo con un pato existencialista.
—Capaz deberíamos hablarle, calmarlo, antes de que empiece a cuestionar el significado de su color amarillo o algo así.
El pato giraba sobre su eje, despacio.
—¿Y si no soy un pato? ¿Y si solo soy un símbolo... de la narrativa vacía de esta historia?
El protagonista me miró con fastidio.
—Mira lo que hiciste.
—No es mío. Tu lo escribiste para que me golpee con un diccionario.
—En fin —dijo, esquivando la culpa—. Supongo que hay que bajarlo de ese limbo existencial si quiero seguir con mi historia. ¿Alguna idea?
—Mmh... Un pan. Los patos siguen a quien les da pan, ¿no? ¡Lo tengo! ¡Trae al señor Pan de Molde!
El protagonista me miró como si no supiera de quien hablaba. Pero no era desconcierto real: se estaba haciendo el tonto.
—¿Qué? ¿No te acuerdas? —insistí.
—¿Quién creéis que soy? ¿Pensáis acaso que soy ese tal Oda, que hila el pasado con el presente? ¡Pamplinas! Ni en mis mejores días podría hacerlo. Y aun así... dudo que llegue a tiempo
—¿Eh?
El pato detuvo su rotación. Nos miraba con una expresión agotada, como quien ya leyó todos los libros y no encontró nada que valga la pena subrayar.
—No van a lograrlo —cuacó—. Esta historia no es más que una excusa para esconder el miedo a terminar algo.
El silencio cayó.
Denso.
—Vaya... —dije, incómodo—. Pude sentir su dolor.
—No te enganches con lo que dice. Es un pato existencialista. Podemos espantarlo con signos de interrogación hasta que huya.
—No, no es ese tipo de historia. Necesitamos otro final.
Di un paso al frente... Luego, medio paso hacia atrás. Me había acercado demasiado.
—Pato —dije—, tu no eres el final. Eres el obstáculo. La excusa perfecta para no terminar esta historia.
—Soy el eco de tu duda —revoloteó apenas—. El hueco entre lo que quieres contar... y lo que realmente puedes.
—Pero ya no funciona —le contesté—. Porque ahora no estoy solo.
El protagonista se cruzó de brazos.
—Diálogo típico tuyo... tan cliché. Aunque no se siente mal. Forzado, sí. Pero mal, no diría...
—¿Y si esta historia no es suficiente? —interrumpió el pato—. ¿Y si no es original, ni brillante, ni siquiera necesaria?
Una carcajada llenó la sala blanca.
—Este pato se parece a ti. Permiteme dejarlo claro. Yo soy el protagonista. No quiero nada brillante, nuevo, ni siquiera coherente. Esta es mi historia. Y ahora es nuestra.
El pato inclinó la cabeza.
—¿Y eso alcanza? ¿Un "es nuestra" basta?
—No, no alcanza —irrumpí—. Nunca alcanza. Siempre se quiere más. Siempre se teme que fracase. Pero igual se escribe. Porque no sabemos hacer otra cosa... mejor dicho: no sé hacer otra cosa.
El protagonista me miró con pena.
—Tranquilo. No llores ahora. Sería un final de mierda.
Le asentí.
El pato aterrizó lentamente.
—Entonces... esto es todo. Un montón de dudas disfrazadas de historia.
—En realidad —dijo el protagonista—, la única duda eres tú. Y como toda duda, no viniste aquí para ser derrotado, viniste para ser entendido.
—¡Wow! Eso sonó bien... ¿Oye, qué haces?
El protagonista se había dado vuelta e intentaba afilar una espada de papel mache con una cuchara.
—Espérame qué ahora le arranco la cabeza.
—No, no hace falta —dije—. Tus palabras funcionaron.
Se detuvo. Observó al pato, que ahora era tan chico como uno de hule.
—Obvio. Lo que planeé —dijo, inflando el pecho con orgullo.
—¿Y ahora qué? —preguntó el pato con una voz casi imperceptible.
—Ahora... hay que escribir el siguiente capítulo.
—¿Y si, al entenderme, se dan cuenta de que no hay nada? Solo vacío... decorado con diálogo ingenioso.
—Tal vez —dije—. Pero incluso el vacío puede ser el lugar donde empieza algo.
—Qué frase pretenciosa —refunfuñó.
—La profundidad te consume —añadió el pato.
—Tú eres el menos indicado para decir eso.
El protagonista me palmeó la espalda y abrió su boca:
—A veces, el cliché no es una trampa. Es un molde. El lugar donde cae todo lo que no supimos nombrar de otra forma.
—Entonces... ¿Qué soy yo? —preguntó el pato.
El protagonista nos sonrió.
—Un capítulo antes del final.