Mi querida Ariel

Cap. 12.

Phoenix llegó al hospital y se apresuró a pagarle al taxista, entró al lugar y se encontró con Adrienne, quien lloraba frente a la puerta en la que operaban a Nathan.

— Vine lo más pronto que pude, ya me enteré de lo que sucedió, ¿cómo está mi hijo? — pidió saber.

— Está grave, no solo lo golpearon, también fue apuñalado y ha perdido mucha sangre. Me siento tan culpable, si no hubiésemos salido juntos esto no habría sucedido. — respondió desconsolada.

— ¿Será solamente por eso? No era necesario llegar a tanto por una chica que iba acompañada, ¿y si todo fue una actuación y el objetivo en realidad era Nathan? — pensaba la ojimiel preocupada, principalmente porque no podía sacar de su mente la idea de que estaban en peligro y estaban completamente solos e indefensos.

Mientras tanto, en su casa estaban su sobrina y el hijo de Mellea en la habitación de la menor, quien había insistido en ver películas en su cuarto, pues le gustaba verlas mientras estaba acostada.

Por otro lado, cuando Claude puso a reproducir La Sirenita y Elizabeth sonrió melancólica, pues era la película favorita de su madre, Elena nunca se cansaba de verla y hasta había memorizado sus diálogos.

— Sé que no es muy común ver chicos a los que les guste Disney, mucho menos si se trata de películas de princesas que incluyen romance. Pero… — ella lo interrumpió con una sonrisa.

— No te preocupes, todos tienen derecho a escoger lo que les gusta y no deberían ser menospreciados por lo que deciden. Veamos la película, a mí también me gusta bastante. — él asintió y la pelirroja se acostó.

Observaron la cinta en silencio y al terminar esta, el mayor volteó a ver a la ojiazul quien yacía dormida con sus manos sobre la parte baja de su abdomen, la cual le dolía. El ojiverde suspiró y acomodó el cabello de la niña.

— Me esforzaré por ser tu apoyo y estar para ti cuando más lo necesites. — susurró y plantó un beso sobre su frente, tras eso, se acostó a su lado y miró el rostro de la menor hasta que quedó dormido.

Por otra parte, la pelirroja soñaba con algunos recuerdos de su madre.

— Mami, ¿por qué te gusta tanto la película de Ariel? — cuestionaba con su tierna voz a los siete años, acto que hizo que Elena sonriera ampliamente.

— ¿Quieres saber la verdad? — la pequeña asintió emocionada. — Antes me desagradaba por completo, pues muchas compañeras nos tenían envidia a tu tía Phoenix y a mí porque éramos muy bonitas; se burlaban de ella por su nombre y a mí me decían Ariel.

— Entonces, ¿por qué te gusta ahora? — la mayor suspiró, sonrió y sus ojos se iluminaron como nunca antes la niña había visto.

— Un día, mientras nos molestaban, unos chicos se acercaron y nos defendieron, nos dieron a conocer que todo aquello que nos desagradaba, el por qué nos molestaban, en realidad eran nuestras virtudes, la belleza y cómo nos llamaban.

— No entiendo… ¿Entonces nadie más volvió a llamarte Ariel? — la mayor negó con una sonrisa.

— Desde ese día, solo permitía que una persona me llamara así.

— ¿Quién, mami? — preguntó Elizabeth con su voz tierna.

— Uno de los chicos que nos salvó, tu padre. — los ojos azules de la menor se iluminaron.

— Papi fue tu héroe. — exclamó con alegría. — Yo también quiero que un príncipe me salve y me llame Ariel. — la mayor carcajeó ante la inocencia de la niña, tomó su rostro entre sus manos y habló.

— No aceptes a cualquier chico en tu corazón, algunos dicen muchas cosas bonitas y por otro lado causan mucho daño. — la más baja asintió y Elena sonrió, sin embargo, en un instante, su sonrisa se convirtió en un gesto de dolor, su ropa cambió y estaba ensangrentada.

Al ver esto, Elizabeth se despertó asustada, se incorporó en su cama con su corazón latiendo rápidamente y sintió una fuerte punzada en la parte baja del abdomen, llevó sus manos hacia la zona y comenzó a pensar en el sueño que había tenido; y, tras recordar el rostro de su madre adolorida, empezó a sentir náuseas así que se levantó rápidamente en dirección al baño que estaba en su cuarto.

Al entrar, se apresuró a ir a la taza y después de algunas arcadas, comenzó a vaciar el contenido de su estómago en el inodoro mientras sentía un líquido correr entre sus piernas. Luego, tras desvanecerse las arcadas, suspiró y se giró en el suelo, apoyando su espalda en la taza.

— ¿Por qué no puedo recordarla en paz y no con asco? — se cuestionó en voz alta e intentó levantarse, pero su dolor volvió a hacerse presente, sacándole algunos gemidos. — ¿Qué me sucede hoy? — su voz sonó entrecortada. Bajó la mirada y se asustó al observar un líquido color rojo oscuro en el suelo, seguido de la punzada persistente. — ¡Ayuda! — gritó y Claude se removió entre las sábanas. — ¡Ayuda, voy a morir! — exclamó en el mismo tono y comenzó a quejarse.

El pelinegro, al escuchar esas palabras, se levantó y siguió el sonido de los quejidos, encontrándose con la pelirroja pálida y vulnerable; al verla de esa manera, su corazón se encogió, su rostro reflejó su deseo de ayudarla y se acercó. — ¿Qué tienes? ¿Dónde te duele?

— Estómago… sangre… abajo… — sus palabras sonaban incoherentes, pues luchaba para mantenerse consciente después de haber visto su sangre.




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