Mi Relación con las Flechas de Cupido

El Ojo de la Tormenta

            Después de que Tsukishima contase sus primeras experiencias tomamos un descanso de cuarenta y cinco minutos para nuestras necesidades. Comimos, del banquete que habían servido varios contratados para la ocasión mientras los espectadores estaban atentos a la historia, caminamos entre las mesas para sacar conversación con los demás invitados y amigos que se encontraban discutiendo sobre qué podría pasar ahora que habían llegado, o eso pensaban, a conocer que no habrían más relatos interesantes después de que él y su esposa Mana se juntaron.

            Ninguno llegó a una conclusión exacta. Todas las experiencias del anfitrión eran abstractas; No podían saber, ya que ninguna se desarrollaba de manera común, ni terminaban como cualquier relación normal. Entre robos, personas que le quisieron controlar la vida, una guerra entre mafiosos y una pérdida por emociones confusas, ya no se sabía qué podría pasar… Una persona comentó que sólo faltaba que lo intentasen matar, pero fue algo al azar, porque nadie podía conocer lo que de verdad les contaría a continuación.

            Al terminar el tiempo de descanso, el cual todos aprovecharon, incluso el anfitrión con sus amigos y familiares, llegaba la hora de continuar, así que la pareja subió de nuevo a la pérgola para proseguir con el relato justo al tiempo estipulado, a las dos de la tarde. Todo se preparó como se tenía pautado, y después de repasar los papeles, la pareja ―específicamente Tsukishima― comenzó a contar la continuación.

 

            ―Hace mucho tiempo que no recordaba viejos momentos como estos… unos tan antiguos que se me eriza la piel cada vez que pienso en lo sucedido… de cómo conocí a mis amigos por primera vez ―dijo el anfitrión mientras observaba al público con una sonrisa―. Aunque ustedes no lo crean, no los conocí por primera vez en el bachillerato como había dicho. No..., fue mucho antes. Pero quise marcar el inicio de mis felices y ajetreados días desde ahí, cuando comencé con la historia. Realmente todo comenzó cuando apenas éramos unos niños de unos seis años, más o menos. Sí, cuando estábamos en el jardín de niños, ahí comenzó todo…

 

            Hacía mucho tiempo que mis padres querían que recibiera otro cuidado, aparte del de ellos, así que me inscribieron en un jardín preescolar cuando tenía unos cinco años. No pasó mucho tiempo para que me adaptase al lugar y formara mi pequeño círculo de conocidos. Y digo conocidos porque nadie realmente a tan pronta edad tiene conciencia cierta de lo que es la amistad. Lo que sí tenemos, es una confianza nata para aceptar a las personas, por eso pensamos que todos son nuestros amigos.

            Al pasar el tiempo hubo niños que se retiraban y otros nuevos que llegaban, como era usual desde las primeras semanas en las que estuve al tanto de quién podría ser mi compañero de mesa. Sí, nos colocaban en pareja o grupos de hasta cuatro personas para que socializáramos y jugáramos con otros.

            Una semana estuve con otros dos niños y a la siguiente con dos niñas. La semana después de esa fue por pareja. Ahí conocí a un niño gordito que se la pasaba comiendo, pero que aunque comiese todo el tiempo jamás engordaba... todo un espécimen, pensaba aunque no conociese aún esa palabra; Raro, decía en broma en mi mente. Pero no tardó mucho tiempo para que me acostumbrase a pasar tiempo con él. Tanto nos divertíamos charlando y jugueteando, que cada vez que nos querían cambiar, comenzábamos a llorar. Así fue como nos dejaron juntos mientras añadían nuevos compañeros a la mesa al fondo del lugar; al de los problemáticos.

            Tardaron otras dos semanas para añadir a otra joven. Una tímida niña de cabello negro que se la pasaba durmiendo, ignorándonos o dibujando cosas raras en un pequeño cuaderno sin tapas, algo parecido más a un block de notas. Pero ahí dibujaba, y todos los días traía uno nuevo, donde dibujaba otro tipo de cosas que no tenían relación alguna con las anteriores.

            Después de unos días de muchos intentos de hablarle, recibiendo nada más que silencio, decidimos hacerle una pequeña broma. En el poco tiempo libre que tuvimos, ocultamos sus creyones. Cuando fue a buscarlos, ya después del recreo fuera del aula, no los lograba encontrar. Nosotros por otro lado disimulamos lo que pudimos, pero no resistimos mucho tiempo antes de que la profesora nos delatara al verla comenzar a llorar. Nos disculpamos y se los devolvimos. Ella se enojó con nosotros pero siguió dibujando como siempre. Al día siguiente, no trajo nada. Ni lápices, ni creyones, ni tintas, ni nada... Había traído, en cambio, varios peluches con forma de oso de diferentes colores que después de colocarlo en la mesa, nos pidió que eligiésemos alguno. Estábamos conmocionados, pero después de unos instantes, mi compañero eligió el de él; un osito verde. Después que ambos tuvieran uno yo me quedé con el que quedaba, uno de color rojo y nariz anaranjada. Con eso, comenzó nuestra amistad, con una broma y un cambio de actitud.




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