La soledad no llegó como un trueno,
ni irrumpió con estruendo en mi puerta.
Llegó despacio, con los pies descalzos,
como quien se acomoda en un rincón olvidado.
Al principio, no la vi… o no quise verla.
Era solo el silencio llenando los huecos,
las tazas de café que se enfriaban a medias,
las conversaciones que se apagaban antes de empezar.
Pero un día me di cuenta:
ella estaba allí, sentada frente a mí,
esperando a que la llamara por su nombre.
Empecé a notar su peso en los días largos,
en las risas que escuchaba a lo lejos
mientras el eco de mi propia voz
rebotaba en las paredes vacías.
Hay una calma cruel en estar solo,
una paz que no siempre consuela.
Las horas se alargan, los pensamientos también,
y uno se convierte en su propio visitante.
Me vi caminando en círculos
en habitaciones llenas de recuerdos,
como si pudiera conversar con las sombras
de lo que alguna vez fue.
Pero la soledad también enseña.
Me mostró mis propios vacíos,
mis grietas y mis miedos
que había escondido bajo conversaciones rápidas
y días llenos de gente.
Me enseñó que no siempre se llora en voz alta,
que a veces el llanto es el silencio profundo
que nadie escucha,
pero que uno siente en los huesos.
Y aquí sigo, con ella a mi lado.
Algunas noches pesa más que otras,
otras veces la entiendo como parte de mí.
No sé si se irá algún día,
ni sé si quiero que lo haga por completo.
Porque en esta soledad también me encontré,
en medio del vacío,
descubrí la forma en que respiro,
y aunque duela, sigo.
Sigo…
porque incluso en el eco de mi sombra,
hay algo que aún me responde.
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Editado: 22.02.2025