Mi Salvaje Prometido

Capítulo 2. El secuestro en el parque

Capítulo 2. El secuestro en el parque

La capital, Ventus (este nombre significa “viento”, porque los vientos del mar y de la tierra soplan en la ciudad sin cesar), me recibió con el repique de los porteros, a quienes todos llaman nuestros golpeadores. Cada hora, en las puertas de la capital, los porteros se llaman unos a otros con la ayuda de unos instrumentos de madera especiales, golpeando fuerte y con distintos ritmos.

La ciudad tiene hasta ocho puertas de entrada, dispuestas en forma de rosa de los vientos. Algunas de ellas, que miran hacia los cuatro puntos cardinales, llevan sus nombres: Puerta del Sur, del Norte, del Este y del Oeste. Y entre ellas se encuentran otras cuatro puertas intermedias, que reciben ya los nombres de los vientos: Puerta de los Monzones, de los Alisios, de la Brisa y del Céfiro.

El camino desde mi pueblo desemboca en la Puerta del Sur, a donde llegué bajo los rítmicos sonidos de las campanillas de dos guardianes, que además bailaban un poco al compás. ¿Y qué más podían hacer? Seguramente es aburrido pasarse el día entero de pie junto a la puerta sin nada que hacer. El impuesto de entrada fue abolido hace tiempo, pero vigilar quién entra y quién sale de la ciudad sigue siendo necesario. Así que los guardianes inventaron este entretenimiento: llamarse unos a otros, ya que las puertas de la capital están bastante cerca unas de otras, y desde una se oyen los sonidos de las otras. Incluso los visitantes de la ciudad vienen especialmente a escuchar estas melodías rítmicas en las puertas, que de algún modo se han convertido en la tarjeta de presentación de la capital.

—¡Eh, guapa, no tienes miedo del Bogle? —me gritó un guardia joven y simpático a la entrada, golpeando con fuerza una melodía rítmica.

—¡Que él me tema a mí! —respondí alegre, guiñándole un ojo, provocando una ola de risas y bromas entre los curiosos que se agolpaban cerca de la puerta.

Avanzando hacia la izquierda por el camino que llevaba al parque de la capital, desmonté y llevé a Solt al aparcamiento especial para caballos, donde por unas cuantas monedas lo vigilarían e incluso lo alimentarían, si se pagaba un poco más. Luego me interné en el parque.

¡Las martenias estaban en plena floración, divinas! Sus flores violetas parecían grandes campanas del tamaño de una mano, dentro de las cuales se balanceaban delicadamente los estambres amarillos, manchando graciosamente la nariz si uno se inclinaba demasiado para olerlas. Me arrodillé en la tierra, escogí la flor más hermosa, me incliné sobre ella e inhalé su aroma picante y penetrante. Increíblemente agradable.

¿Qué deseo pedir? En realidad, me estaba engañando un poco, porque el deseo ya lo había preparado desde hacía tiempo. Era sobre mi amado Yugan, cuyo regreso esperaba con impaciencia desde hacía casi un año. Nos habíamos intercambiado cartas llenas de ternura, amor y dulzura, que él me enviaba cuando podía a través de marineros conocidos o comerciantes que pasaban por mi pueblo. ¡Yugan, mi querido Yugan! Los primeros besos tímidos, los encuentros románticos al atardecer, los sueños de nuestra futura boda y de una vida feliz juntos... Todo eso vino a mi memoria de golpe, con un nudo en la garganta, cuando aspiré el perfume de la “flor de los deseos”. Me quedé absorta, invadida por la alegría y la dulce anticipación del futuro. Así que formularé mi deseo: “Quiero que este año me case y…”

—¡Llévate también esta! —escuché de pronto una voz a mi espalda.

Alguien me agarró de la trenza y me tiró de forma tan brusca y dolorosa que se me llenaron los ojos de lágrimas. Casi caí de espaldas, pero unas manos ásperas me sostuvieron en el suelo, y el desconocido atacante me obligó a girarme hacia él. Completamente atónita y confundida, me quedé mirando unos ojos amarillos con pupilas negras y verticales, que me observaban con odio y desprecio.

El hombre que me había atrapado era bastante alto, aunque yo tampoco era baja: la coronilla de mi cabeza casi alcanzaba su amplia frente, tatuada con extraños dibujos. Su piel era oscura, pero no morena, más bien grisácea o azulada, y cambiaba a cada instante: a veces se aclaraba, pálida como una pared, y al segundo se volvía negra como la noche. Su cabello, largo y blanco como la nieve, caía sobre su pecho como serpientes vivas. Su barbilla era firme, sus pómulos afilados, sus labios se curvaban en un gesto de desprecio, y de su boca asomaban colmillos agudos. Todo aquello me aterrorizó, me hizo estremecer y forcejear instintivamente en las fuertes manos de aquel monstruo humano.

Él me arrastraba sin esfuerzo, yo estaba demasiado desconcertada. Pero pronto reaccioné y grité:

—¿Adónde me lleva? ¡Suélteme! ¡¿Qué está haciendo?! ¡Está loco! ¡Suélteme! —empecé a resistirme, tratando de liberar la mano con la que me llevaba hacia una carreta cubierta, estacionada en el sendero del parque.

—¡No te muevas! —rugió, tirando de mi brazo con tanta violencia que pensé que me lo rompería.

Me dolió el hombro. Apenas podía correr tras él, sus pasos eran rápidos y largos.

Y entonces lo recordé. ¡El Bogle! ¡El Día del Encuentro! ¡Dios mío, madre Lea, era él! ¿De verdad me había atrapado ese monstruo terrible, al que todas las muchachas temían y del que se escondían tras numerosos sellos en sus casas? Empecé a resistirme con todas mis fuerzas, pateándolo sin pensar en el dolor de mi brazo.

—¡Maldita mocosa! —gritó, dándose la vuelta cuando le di una buena patada en la rodilla con mi bota.




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