4
THOMAS
El sol me pegaba directo en los ojos. No era normal. Durante los últimos años en este pueblo, nunca antes había visto el sol brillar. Pero cerré los ojos y conté los segundos mientras esperaba a Vladislav.
Vlad dijo que vendría a las nueve y media. No llegó. El calor me hacía sudar debajo de la camisa. Odiaba esa sensación.
El reloj detrás de mí marcaba las 12 menos cuarto la última vez que lo vi. Conté media hora más desde entonces.
Estaba sentado en la parada de bus del ayuntamiento. El banco de madera tenía astillas. Una se clavó en mi dedo cuando apoyé la mano. La saqué rápido. No sangró, pero la piel quedó roja y la sentí palpitar 14 veces antes de que parara.
Esas cosas me molestan.
Tanto o más que el doblez en la esquina de la carpeta que tenía en mi mano. No debería estar doblado… los documentos no se deben doblar. Pueden perder validez si lo haces. Pero lo estaba.
Intenté arreglarlo. La línea seguía ahí.
Ayer no le di los documentos a Vladislav. Debí haberlo hecho. Estaban organizados esa noche, pero esa chica chocó conmigo. Su celular cayó y se rompió. Ella lloró.
No supe qué hacer.
Yo no causé el accidente. O sí. Depende de cómo se mire. Pero caminé a casa tan rápido como pude, contando los pasos para que todo el ruido se fuera.
No conté bien. Estaba demasiado lleno de cosas.
Esa chica. Su voz, su llanto. Vlad mirándome.
Me fui sin los documentos firmados.
Volví a mirar el reloj. No entendía por qué Vlad no había llegado. Siempre llegaba cuando decía. Incluso llegó aquel día en que mi última familia tuvo un accidente.
Y me sacó del auto. Sin un rasguño.
O cuando pasó lo “otro” con la familia anterior, también me salvó. Pero no quiero hablar de eso. Siempre pasan estas cosas.
No puedo crear vínculos con ninguna familia de acogida. Siempre algo sucede. Siempre algo termina mal. No sé por qué.
Decidí entrar. No quería que mi mente continuara divagando.
El pasillo del ayuntamiento olía a papel viejo y cera de piso. La señorita Nora estaba detrás del escritorio. Ninguno de sus papeles estaba en orden. Eso me puso nervioso, pero no lo dije. Solo quería los documentos firmados para que todo estuviera bien otra vez.
Me acerqué, pero no dije nada. Estaba pensando cómo decirlo.
—Thomas Beckett —dijo ella—. ¿Qué necesitas?
—Vladislav debía traer los documentos firmados hoy. No está.
Ella frunció el ceño. No sabía si estaba enojada o confundida. Tomó el teléfono y marcó.
Conté los tonos: 1, 2, 3, 4, 5.
—Vladislav, soy Nora. ¿Dónde estás? Sí, Thomas ya está aquí.
Alguien contestó. No oí la voz, pero supuse era Vlad. Nora escuchó, y sus ojos se pusieron raros, como si algo se apagara dentro de ellos. Luego sonrió como cuando las personas sonríen si recuerdan algo agradable.
—Oh, claro, claro… Sí, lo entiendo. Cuando quieras —dijo, y colgó.
Mi mano apretó el borde del escritorio. No entendía. Vlad podría estar en su casa todavía, o más lejos. No lo sabía.
—¿Qué pasa con los documentos? —pregunté. Porque si no preguntas, no hay forma de saberlo.
—Todo está bien, Thomas. Vlad puede firmarlos después. Aprobamos la tutela de emergencia. En una semana, más o menos, te mudas con él.
Eso no era lógico.
Las reglas decían que los papeles debían estar firmados hoy, o esperarían tres días hábiles. Lo leí en el formulario, línea 14, en letra pequeña. Eso ralentizaría aún más el proceso. Pero Nora sonreía, y su voz era suave y lenta ahora.
Mi respiración se aceleró. Pensé en decirle que estaba mal, pero las palabras no salieron.
—Tranquilo, Thomas. Vlad es la persona más confiable que conozco. Todo estará bien.
Lo dijo como si quisiera calmarme. Pero tomó la carpeta con los documentos y puso su otra mano sobre la mía, que seguía en el mostrador. Sentí un ligero apretón.
No me gustó eso. Hizo todo menos calmarme. Me alejé y salí de allí sin decir nada.
Mientras caminaba de regreso a mi casa, pensé en Los Elementos, el libro sobre la geometría de Euclides. Siempre lo leo cuando necesito ordenar mi cabeza. Tenía planeado ir a la biblioteca al día siguiente para leer sobre el teorema de Pitágoras.
Hoy no se podía. La biblioteca estaba cerrada. Cada 13 de marzo cierran casi todo el pueblo. Un día conmemorativo, no sé bien por qué. Por eso no había nadie en las calles, y sólo sitios como el ayuntamiento o el hospital seguían abiertos.
Mi plan para hoy estaba claro: ir al ayuntamiento, luego devolverme a mi casa.
A las 13:00 ya estaba cruzando la Plaza Central. Había una estatua en el centro: una mujer sobre un lobo. Era vieja, con musgo en las grietas. Había oído que esa estatua era importante y no podía tocarse, pero no sabía por qué.
Seguí caminando. El trayecto desde el ayuntamiento era el mismo de siempre: la escuela, la plaza, la taberna, la tienda, y luego hacia el este, a mi casa.
Debería haber visto la taberna ya. En su lugar, la biblioteca estaba frente a mí.
Eso no era posible. La biblioteca estaba más allá de la tienda, en dirección opuesta a mi casa.
Eran 200 metros desde la plaza a la taberna, y esta vez sí conté mis pasos. Si había caminado 200 metros, ¿por qué la biblioteca estaba allí?
Intenté pensar, pero el sol estaba cada vez más fuerte. Miré el reloj.
13:00.
Tendría que haber caminado al menos un kilómetro desde la plaza para llegar a la biblioteca. ¿Cómo es que…?
Miré a mi alrededor. Quise encontrar una explicación, pero no tenía sentido. Nada de esto lo tenía.
Un zumbido apareció dentro de mi cabeza.
Retrocediendo unos pasos. Estaba tratando de poner en orden mis pensamientos. Choqué contra algo. Fue un impacto fuerte, como si alguien se hubiera abalanzado contra mi espalda. Algo más pequeño que yo.
Me volví. Era ella.
—¡De todas las personas! ¿¡Tenías que ser tú!? —gritó. Su cabello negro ya no se veía tan negro. Había reflejos azules por un lado, y castaños por el otro.
—No fue a propósito —respondí. No quería hablar con ella. No me gustaba cómo me miraba, como si yo fuera un bug en el sistema.
—¿Ahora cuál será tu patética excusa? Dime. Parece que siempre tienes una —dijo y se agachó a recoger algo que se le había caído.
No sabía qué responder. No había ninguna. Quise alejarme, pero mi cabeza seguía zumbando y no podía concentrarme.
En el piso había hojas sueltas de un libro viejo. La cubierta era oscura, de cuero gastado. Se veía antiguo, como los libros que Vlad leía. O como el libro de notas que me había regalado. Ella intentaba juntar las hojas, pero seguían desordenadas.
—¿Qué es eso? —pregunté, agachándome también. Quise ordenarlas. No me gustaba verlas así.
Mis dedos temblaban mientras intentaba organizarlas. Algunas tenían fechas, pero estaban fuera de secuencia.
—¡Qué te importa! —respondió, quitándome las hojas de las manos.
—¡No! —grité yo, deteniendo su mano antes de que metiera una página justo donde no iba.
Ella frunció el ceño.
—¡Estoy intentando ordenarlas, Thomas!
—No lo hagas. Lo estás empeorando.
—¡Y a ti qué te pasa! Es mi diario.
Me detuve. Las personas escriben cosas privadas en sus diarios. No es correcto tocarlos. Así que solté las hojas al piso de nuevo.
—¿Tu diario?
Vi sus mejillas enrojecerse.
—Digo… no es mío. Es… Lo encontré. No importa, no es tu asunto. ¡Quita tus manos de aquí antes de que arruines todo!
No quería estar ahí. No quería seguir hablando. Pero su voz era menos mala que la sensación en mi cabeza.
Volví a tomar las páginas.
—No puedes meterlas así. Tienen que estar en orden.
—¡Y tú no puedes estar chocando conmigo cada vez que intento salir de un lugar! ¿No podías ser más cliché?
—Técnicamente, las colisiones requieren el movimiento de dos cuerpos.
—¿Te puedes callar? Estás peor que Vlad.
No lo estaba. No supe qué decir. Necesitaba encontrar algo que me calmara. Un patrón en su voz. Contar las páginas de ese diario. Algo.
Pero ella hizo algo peor.
—¡Ay, ya basta! Gracias a ti, ahora tengo mi propia versión de El nombre del viento. ¡Ya están mezcladas, da igual!
Y en un sólo movimiento, dobló varias páginas y las apretó dentro de la cubierta.
Sin orden. Sin secuencia. Sin lógica.
—No. No. No.
Fue lo único que pude decir. Quise quitarle las páginas y separarlas, pero mis manos no respondían.
Sentí todo a la vez. El desagradable olor de su perfume y el del papel viejo, mohoso. El sonido de su voz. El calor del sol y mi sudor. La luz quemándome los ojos. El zumbido en mi cabeza, cada vez más fuerte.
Quería decirle que parara. Que no hablara. Que no me tocara.
Pero ya era tarde.
Mis pies ya no se sentían estables. Todo estaba mal. Cada sonido. Cada textura. Cada color. Todo se intensificó al punto del dolor.
Cerré los ojos con fuerza. Intenté respirar. Intenté contar.
Dos farolas a lo lejos. Cuatro autos a la derecha. Siete escalones hacia la biblioteca.
Un paso. Dos pasos. Tres.
No funcionaba.
Ella dijo algo más. No la escuché.
Me senté en los escalones y me abracé las rodillas. Solo quería que todo se quedara quieto.
—¿Acaso quieres que llame a Spielberg? —Agarró su diario con brusquedad—. Mira, no sé qué te pasa y no me importa. Pero si quieres ser dramático, hazlo lejos de mí.
Sus pasos resonaron en la acera.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…
Seguí ahí, con la mirada clavada en el suelo. Frente a mí, una hoja se había salido del diario.
Era más vieja que las demás. La tinta estaba un poco desvanecida, pero se podía leer.
«1170, 29 de diciembre:
Los caballeros vinieron con acero y odio en la mirada. Mis huesos deberían yacer en la catedral, pero cuando desperté… no estaba allí. Este no es Canterbury. Este pueblo… ¿por qué me retiene?»
Mis dedos temblaban.
El viento levantó la página, deslizándola unos centímetros más lejos.
No me moví.
No podía hacerlo.
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