Mi vecino infernaal

2.

Capítulo 2 – Verano en ruinas

El aeropuerto estaba lleno de fotos brillantes y risas en redes sociales. Bueno, al menos en los móviles de mis amigas. Ibiza las esperaba con bikinis, tragos de colores y stories interminables.

A mí me esperaba la biblioteca del campus.

Isla me abrazó antes de entrar al taxi.

—Te escribiré todos los días, lo juro.

—Mmm… claro —murmuré, sintiendo que Burbuja en su transportín tenía más ganas de quedarse conmigo que ellas.

El taxi arrancó y me quedé sola en la acera. Sola con un verano arruinado, una deuda de cinco mil libras y un curso intensivo de recuperación que sonaba como castigo divino.

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La universidad en verano parecía un cementerio con wifi. Pasillos vacíos, aulas medio encendidas, profesores aburridos corrigiendo montañas de papeles. Yo repasaba fórmulas como quien repite un mantra, esperando que al final de agosto al menos me devolvieran mi promedio.

Pero había otra urgencia: dinero.

En menos de una semana ya estaba trabajando de mesera en un restaurante italiano, Trattoria Bellavista, con un uniforme que olía siempre a ajo y un jefe que decía “sonríe más, que eso sube las propinas”.

Las noches eran un infierno: piernas hinchadas, manos con olor a café, y el recuerdo constante de la factura que me esperaba pegada en la nevera como una amenaza silenciosa.

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Esa noche llegué al apartamento con los pies a punto de declararse en huelga. Subí al segundo piso, me dejé caer en la cama sin quitarme siquiera los vaqueros y Burbuja se acurrucó a mi lado. Solo quería dormir, nada más.

Cerré los ojos. Respiré. Silencio… al menos por diez segundos.

Entonces lo escuché.

Gemidos.

Abrí los ojos de golpe y caminé hasta la ventana. La persiana de Mick estaba entreabierta y su habitación principal quedaba expuesta como un escenario privado. Ahí estaba él. Con una chica. Risas, jadeos, movimiento.

El calor me subió a la cara, una mezcla de rabia y vergüenza. Bajé la cortina con brusquedad, cerré la ventana y regresé a la cama con el corazón martillando. Burbuja gimió bajito, como si entendiera mi furia.

No podía dormir. Así que encendí el móvil, lo apoyé sobre la mesita de noche y dejé que la cámara iluminara mi rostro agotado, con las ojeras de alguien que carga demasiadas batallas.

—Hola, ciudadanos de TikTok —dije, levantando un dedo como si diera una clase magistral—. Soy Sienna, creo que ya me conocen. Me hice viral por aplicar el principio kantiano: actuar moralmente según un deber universal… lanzando bolsas sorpresa con caca de mi Pomerania Burbuja al balcón de mi vecino infernal, Mick Lennon.

En defensa propia: no me deja dormir, no me deja estudiar, es una contaminación sónica constante. Y, para colmo, un desgraciado decidió denunciarme a la policía. Ahora tengo que pagarle una multa de cinco mil libras.

Así que no solo perdí mi verano, mi historial académico perfecto está en peligro, sino que además trabajo en Trattoria Bellavista, 12 High Street, Camden Town, intentando juntar dinero que no sé si alcanzaré a pagar. Mi historial criminal limpio está en veremos y mi economía es un caos absoluto.

Y él sigue sin dejarme dormir. Hoy no son la guitarra ni su voz desafinada, tampoco las pesas ni la música… hoy es su compañera de cama, cuyos gemidos se escuchan en Plutón.

Con un bufido añadí hashtags como cuchilladas digitales:

#VecinoInfernal #LoQueFaltaba #CierratuVentana #TrattoriaBellavista #BurbujaPower

Subí el vídeo.

Apagué la pantalla. Fui al baño, llené la bañera con agua caliente y el vapor se expandió en nubes lentas. Me puse los auriculares, activé una meditación guiada y me hundí en el agua, dejando que Burbuja se acurrucara sobre la toalla junto a mí.

Respiré profundo: inhalar cuatro, mantener cuatro, exhalar cuatro. Dejé que el mundo se callara.

Puse la alarma del despertador digital y, al salir, me metí bajo las sábanas con Burbuja pegada a mi costado. Cerré los ojos.

No había manera. Entre los gemidos y mi cabeza dando vueltas, ni la meditación logró mantenerme en paz. Cuando el reloj marcó casi las dos de la madrugada, saqué el frasco de pastillas para dormir que había jurado no volver a tocar.

—Una sola —me prometí, tragando con un sorbo de agua—. Solo una.

Burbuja se acomodó a mis pies, suspirando como si ella también necesitara descanso de este vecino infernal. Cerré los ojos y, por fin, caí rendida.

El problema fue que caí demasiado profundo.

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La alarma del despertador digital sonó a las siete. Luego a las siete y media. Después a las ocho. Pero mi cuerpo, pesado como cemento, no respondió.

Cuando finalmente abrí los ojos y vi la hora, me incorporé de golpe.

—¡Mierda, mierda, mierda!

La clase de verano. Había empezado hacía media hora.

Me vestí casi sin pensar, agarré la mochila, lancé un beso rápido al aire para Burbuja y salí corriendo. El bus pasó justo cuando llegaba a la parada, y tuve que correr detrás hasta que el chofer se apiadó. Llegué a la universidad sudando, despeinada, con la camiseta medio al revés.

Me deslicé en el asiento como una sombra, intentando no llamar la atención. El profesor ni me miró, pero el peso de llegar tarde me carcomía por dentro.

Ni un segundo para revisar el móvil. Ni TikTok, ni mensajes. Nada.

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Después de clases, corrí de nuevo, esta vez hacia el trabajo. En el vestuario de la Trattoria Bellavista, me puse el uniforme a la velocidad de la luz. El delantal estaba mal amarrado, el cabello recogido a medias.

—¡Sienna! —la voz del jefe tronó desde la cocina—. Otra vez tarde. Si sigues así, vas a pagar tu multa con la propina de otra.

—Lo siento, jefe, es que... —empecé.

—Nada de excusas. La mesa dos lleva esperando diez minutos. Ve y atiende ya.

Maldije en silencio. Y, como siempre, pensé en el verdadero culpable.

—Todo esto es por ti, Mick —murmuré entre dientes.




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