Mi vida, cuanto te odio.

Prólogo

La habitación del hospital era un espacio cargado de ausencias. Las paredes blancas y desnudas parecían devorar cualquier atisbo de calor humano. La tenue luz amarillenta del techo apenas podía suavizar la frialdad del ambiente, mientras que el constante pitido del monitor llenaba el aire con una regularidad que resultaba insoportable.

Ahí estaba yo, sentado al lado de Eleanor Draycott, sosteniendo su mano como si con eso pudiera mantenerla aquí un poco más. Su piel estaba helada, frágil, como si fuera a romperse bajo la más mínima presión. Había visto a esta mujer desafiar al mundo con una seguridad inquebrantable, y ahora, verla reducida a esta sombra de sí misma era casi imposible de procesar.

—¿Crees que vendrá? —preguntó Eleanor de repente, con un hilo de voz tan bajo que tuve que inclinarme para escucharla.

Sabía perfectamente de quién hablaba. Mi mirada se dirigió automáticamente a la puerta, cerrada y silenciosa como lo había estado durante horas.

—Avery tiene que llegar. Tal vez se retrasó, pero vendrá —intenté asegurarle, aunque no podía ignorar el peso de la duda que cargaba mi respuesta.

Eleanor sonrió débilmente, un gesto que en otro tiempo habría estado cargado de ironía. Ahora parecía más bien un acto de resignación.

—Siempre encuentras la manera de justificar al mundo, Caleb. Siempre tan leal... —murmuró.

—No es eso —me defendí, aunque la voz me tembló. Sí, intentaba justificarla, pero solo porque no podía soportar la idea de que Eleanor muriera sin ver a su hija una última vez.

Los minutos se volvieron horas, y cada vez era más evidente que Avery no iba a aparecer. Quise llamarla otra vez, enviar otro mensaje, pero ya había agotado todas las vías posibles. Incluso el conserje de su edificio en Los Ángeles me había dicho que no la había visto en días.

Eleanor cerró los ojos por un momento, y por un instante temí lo peor.

—¿Eleanor? —pregunté, apretando su mano con suavidad.

—Estoy aquí... —respondió apenas. Sus párpados se abrieron lentamente, y sus ojos, aunque apagados, todavía mantenían ese brillo que tantas veces me había intimidado. Me miró como si quisiera grabar mi rostro en su memoria.

—Caleb... quiero que sepas algo. —Tuve que inclinarme aún más para escucharla. Su voz se quebraba con cada palabra, como si estuviera gastando lo último de sus fuerzas—. Tú cambiaste mi vida. No sé qué habría hecho sin ti.

—No diga eso, Eleanor —intenté detenerla, pero ella negó levemente con la cabeza.

—Déjame terminar. Tú fuiste... mi mayor lealtad. Mi mayor alivio. Te debo más de lo que jamás podré devolverte.

El nudo en mi garganta se hizo tan grande que apenas podía respirar. No sabía qué decir, así que simplemente asentí. Mis dedos apretaron los suyos con fuerza, como si pudiera transmitirle algo de mi vida, de mi energía. Pero no podía.

Eleanor dejó escapar un último suspiro, uno más largo y profundo que los anteriores. Sus ojos se cerraron con lentitud, y esa luz que tanto la había caracterizado se apagó.

—Gracias... —susurró. Y luego... silencio.

El monitor emitió un sonido constante y agudo. Ese pitido final que parecía marcar el fin no solo de su vida, sino también de una era. No supe en qué momento las lágrimas comenzaron a brotar. Solo sentí que mi pecho se hundía bajo el peso de su ausencia.

-ACTUALIDAD-

—¿Caleb? ¿Estás listo? —Una voz grave me arrancó de mis pensamientos.

Parpadeé y levanté la mirada. Frente a mí estaba Jonathan Pierce, el abogado de Eleanor, con su porte siempre impecable. Sus ojos grises se suavizaron al ver mi rostro.

—Sí... estoy listo —murmuré, poniéndome de pie.

El salón donde se llevaba a cabo el funeral de Eleanor era imponente, aunque sobrio, como lo habría querido ella. Los arreglos florales eran discretos, pero elegantes, y el ataúd de madera oscura brillaba bajo la luz de los candelabros. Mientras caminaba hacia el frente, sentí las miradas de todos los presentes clavarse en mí.

Al llegar al podio, me detuve y respiré hondo antes de girarme hacia el público. Ahí estaba él, William Harrington, el exesposo de Eleanor. Su porte altivo y su rostro imperturbable eran tan irritantes como siempre. A su lado, una joven de cabello negro y ojos enigmáticos se mantenía en silencio. No la reconocí, pero algo en su postura me inquietó.

—Gracias a todos por estar aquí —comencé, con un nudo en la garganta—. Hoy nos despedimos de una mujer que marcó nuestras vidas de maneras distintas, pero profundamente significativas. Eleanor Draycott no solo fue una líder visionaria, sino también alguien que inspiró respeto y admiración por dondequiera que pasaba.

Hice una pausa, tragando saliva antes de continuar.

—Para mí, Eleanor fue más que una jefa. Fue una mentora, una guía y, en muchos sentidos, una familia. Aprendí de ella que la fuerza no siempre es visible, pero siempre está ahí, empujándonos a seguir adelante. Hoy, mientras nos despedimos de ella, quiero que recordemos no solo su legado, sino también la persona detrás de él. La mujer que, a pesar de sus imperfecciones, nunca dejó de luchar por quienes amaba.

Terminé con un suspiro, bajando la cabeza por un momento. Cuando regresé a mi asiento, sentí un peso insoportable sobre los hombros.

—Caleb, necesito que hablemos mañana —me dijo Jonathan en voz baja mientras me estrechaba la mano—. Es importante, sobre el testamento de Eleanor.

—Claro, estaré allí —respondí sin pensar.

Mientras me dirigía hacia la salida, vi de reojo a la joven de cabello negro acercarse a Jonathan. Lo abrazó con una familiaridad que me desconcertó, pero no quise darle más vueltas. Caminé hacia la limusina donde James, el chofer, ya me esperaba.

Me senté en el asiento trasero y cerré los ojos. Por un momento, dejé que la tristeza me envolviera, sabiendo que nada sería igual después de ese día.




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