-CALEB-
El sonido de la llave girando en la cerradura resonó en el silencio del apartamento, un eco frío que parecía llenar cada rincón. Empujé la puerta con el hombro, demasiado agotado para cargar con algo más que mi propia existencia en ese momento. El aire dentro estaba quieto, inerte, como si también hubiera sentido la pérdida. Cerré la puerta detrás de mí y dejé caer las llaves sobre la mesita de entrada.
El apartamento que Eleanor me había regalado al graduarme seguía siendo un lugar de ensueño: amplios ventanales que ofrecían una vista impresionante del horizonte de Seattle, un sofá de cuero negro minimalista frente a una chimenea moderna, y estanterías llenas de libros que nunca había terminado de leer. Pero, esta noche, todo aquello no significaba nada.
Caminé hacia el sofá, me dejé caer con el peso de todo lo que había tratado de contener desde el funeral. El control que tanto me enorgullecía finalmente cedió, y como si algo dentro de mí se hubiera roto, las lágrimas comenzaron a caer. Primero en silencio, luego en torrentes incontrolables.
No era solo tristeza; era rabia, impotencia y una profunda soledad. Eleanor había sido lo más cercano a una familia que jamás tuve. Recordé su risa, su firmeza, y cómo era capaz de ver algo en mí cuando nadie más lo hizo. Cerré los ojos, dejando que las memorias tomaran el control.
.HACE OCHO AÑOS.
Había sido un día particularmente miserable en el café donde trabajaba. Mis turnos como barista no eran exactamente el futuro brillante que imaginaba cuando salí del orfanato a los 18 años, pero al menos era un trabajo. El lugar estaba abarrotado, y las quejas de los clientes parecían no tener fin.
Entonces la vi.
Eleanor Draycott entró al local con la autoridad de alguien que no pedía permiso para existir. Alta, impecable, con un abrigo gris y un bolso que probablemente costaba más de lo que ganaría en años. No era el tipo de cliente habitual.
Cuando se acercó al mostrador, nuestras miradas se encontraron por un instante. Sus ojos azules me estudiaron con una intensidad que me hizo sentir desnudo, como si pudiera ver cada rincón de mi vida.
Me obligué a enderezarme y prepararme para tomar su orden.
—¿Qué me recomienda? —preguntó con una voz que parecía equilibrar la autoridad y el interés.
—El café negro de la casa es bueno —respondí, con un tono que intentó ser neutral, aunque el cansancio se filtró inevitablemente.
Eleanor pagó, tomó su café y se sentó en una esquina junto a la ventana. Durante los siguientes días, su presencia se volvió rutina. Venía siempre a la misma hora, pedía lo mismo y ocupaba la misma mesa. A veces se quedaba trabajando en una tableta, otras simplemente miraba por la ventana como si el mundo exterior no existiera.
Un día, algo cambió.
Una mujer mayor con dificultad para caminar tropezó al salir del café. Nadie parecía notarlo, excepto yo. Dejé lo que estaba haciendo y corrí a ayudarla, sujetándola antes de que pudiera caer. La ayudé a enderezarse y recogí sus pertenencias esparcidas por el suelo.
—¿Está bien? —le pregunté con preocupación genuina.
Ella asintió, agradecida, y me dijo que no necesitaba nada más. Al regresar al mostrador, noté que Eleanor me observaba desde su mesa, su mirada fija en mí. Me incomodó un poco, pero no le di mayor importancia.
Cuando terminé mi turno, me encontraba en la parte trasera del café, quitándome el delantal, cuando la vi esperándome en la salida de empleados. Sostenía un café en la mano, pero sus ojos tenían una intensidad distinta, más inquisitiva.
—¿Siempre ayudas a desconocidos con esa naturalidad? —preguntó sin rodeos.
Me encogí de hombros. —No cuesta nada ser amable.
Eleanor sonrió, pero había algo en su expresión que me hacía sentir que estaba evaluándome.
—¿Cuál es tu historia? —preguntó, directa como siempre.
El impulso de decirle que no tenía tiempo para charlas era fuerte, pero había algo en ella que me hacía bajar la guardia. Así que hablé. No todo, pero lo suficiente. Le conté que crecí en un orfanato, que jamás fui adoptado y que el estado cubrió mis estudios básicos, pero cuando cumplí 18 años tuve que dejar el sistema y buscar mi propio camino. Le conté cómo el café era lo único que había encontrado mientras trataba de no rendirme.
Eleanor no dijo nada mientras hablaba. Solo escuchaba, asintiendo de vez en cuando. Pero cuando terminé, sus palabras me dejaron sin aliento.
—Tienes demasiado potencial para desperdiciarlo aquí —comentó, mirándome con una mezcla de severidad y compasión—. ¿Qué harías si tuvieras los medios?
La pregunta me tomó por sorpresa. Nadie me había preguntado eso antes. Nadie parecía pensar que tenía opciones.
—Iría a la universidad —respondí después de un largo silencio—. Estudiaría economía.
—Economía —repitió, casi para sí misma. Su mirada se tornó pensativa antes de añadir—: ¿Y por qué economía?
—Porque siempre he creído que entender cómo funciona el dinero puede darte control sobre tu vida, especialmente cuando vienes de la nada —expliqué, un poco avergonzado por lo simplista que sonaba.
Eleanor asintió y me tendió una tarjeta.
—Ven a verme mañana. Esta la dirección de mis oficinas, puede que encuentres algo mejor conmigo que aquí.
No entendí completamente sus intenciones, pero algo en su tono me dejó claro que debía ir.
.Unos días después...
Estaba sentado en una oficina que parecía sacada de una revista de diseño. Eleanor se encontraba al otro lado del escritorio, leyendo algo en silencio. Había insistido en que me presentara con un currículum, a pesar de que no tenía experiencia y tampoco una lista de logros.
Finalmente, levantó la mirada.
—Caleb, eres inteligente, y estás acostumbrado a luchar. Necesito a alguien como tú, alguien que no solo cumpla con tareas, sino que también vea las oportunidades donde otros no lo hacen.
Editado: 03.12.2024