Cada noche, cuando intento dormir, recuerdo el día en que todo se fue a la mierda. Yo estaba saliendo de la universidad, cansado después de una clase interminable. Mi profesor hablaba tan lento que era un milagro no quedarme dormido en su salón. Eran las 5 de la tarde, y mis amigos ya habían tomado su autobús para volver a casa. Yo, en cambio, seguía esperando el mío.
Después de 10 minutos, finalmente llegó. Pagué mi pasaje y me senté al fondo, apretado entre dos desconocidos. Estaba agotado, así que cerré los ojos y dejé que el movimiento del autobús me meciera. No sé cuánto tiempo dormí, pero me desperté de golpe cuando el autobús frenó de manera violenta. Salí disparado hacia adelante, golpeándome contra el asiento de enfrente.
El sonido de los reclamos de los pasajeros llenaba el aire, pero entonces todo se quedó en silencio. Fue un silencio pesado, roto solo por un grito desgarrador que venía de afuera. Me levanté, todavía desorientado, y me acerqué a las ventanas como todos los demás. Los gritos continuaban, acercándose.
Entonces vi a una persona correr frente al autobús. Su rostro estaba desfigurado por el pánico. Me moví rápidamente hacia el conductor para tener una mejor vista de lo que ocurría. Miré por el parabrisas y vi algo que me dejó helado: un grupo de personas corría desesperadamente, perseguidas por otras figuras que parecían estar... muertas. Sus ojos estaban en blanco, las venas de su piel hinchadas y negras.
Observé, paralizado, cómo esos seres se abalanzaban sobre sus víctimas con una ferocidad inhumana. Iban directo al cuello, desgarrando carne mientras los gritos se apagaban en un charco de sangre. Las víctimas, luchando desesperadamente, caían al suelo, y cuando todo parecía haber terminado, se levantaban... pero ya no eran humanas.
Por un momento pensé que el golpe me había hecho alucinar. Esto no podía ser real. Pero mi incredulidad se desvaneció cuando vi que esas cosas se dirigían hacia nosotros. El pánico estalló en el autobús. Todos gritaban al conductor que encendiera el motor y nos sacara de ahí.
Él lo intentó, pero fue demasiado tarde. Una de esas criaturas apareció de la nada y lo arrancó violentamente por la ventana. Nos quedamos paralizados, incapaces de reaccionar. Los gritos de dolor del conductor apenas duraron unos segundos. La criatura se volvió hacia nosotros mientras sus compañeros empezaban a golpear la puerta con furia. Estábamos atrapados, me quedé paralizado por unos segundos, viendo cómo esas cosas golpeaban la puerta con fuerza, cada impacto hacía que las ventanas temblaran. El autobús, que siempre había sido un lugar seguro para mí, ahora se sentía como una trampa mortal.
Algunos empezaron a gritar, mientras otros intentaban abrir las ventanas para escapar, pero todas estaban cerradas herméticamente. Una mujer cerca de mí rompió en llanto, y un hombre mayor trataba de calmarla, pero su voz temblaba igual que la mía cuando dije en voz baja:
—¿Qué hacemos?
Nadie respondió. Nadie sabía qué hacer.
Un chico, no mayor de veinte años, empezó a forcejear con la puerta trasera de emergencia. Era nuestra única salida. Sin pensarlo dos veces, corrí hacia él para ayudarlo. Mis manos temblaban mientras jalaba con todas mis fuerzas.
—¡Empuja! —le grité.
Finalmente, la puerta cedió, pero antes de que pudiera salir, escuché un crujido aterrador. Volteé justo a tiempo para ver cómo uno de esos monstruos rompía el cristal de la puerta principal con un brazo huesudo y cubierto de sangre seca.
El caos estalló.
El cristal roto había desatado el pánico. Todos gritaban y se empujaban hacia la puerta trasera, pero nadie se atrevía a salir primero. Yo apenas lograba moverme, atrapado entre las voces y el terror.
—¡Rápido, sal! —gritó alguien detrás de mí, empujándome con tanta fuerza que tropecé y caí de bruces al pavimento.
El golpe fue seco, y por un momento, me quedé ahí, aturdido. Sentí el frío del asfalto y un zumbido constante en los oídos. Mientras intentaba incorporarme, escuché los gritos de las personas que aún estaban dentro. Las criaturas se abalanzaban sobre el autobús, golpeando las ventanas y forzando su entrada con una fuerza aterradora.
Miré hacia atrás justo a tiempo para ver cómo una de esas cosas, una mujer con cabello enredado y ojos completamente blancos atravesaba la puerta trasera. Su cuerpo parecía moverse con una velocidad antinatural, lanzándose directamente hacia las personas que no habían logrado escapar. Los gritos de pánico se transformaron en súplicas y luego en un silencio mortal, roto solo por los sonidos húmedos de mordiscos y carne desgarrada.
—¡Levántate, joder! —gritó el chico que había abierto la puerta, tirando de mí con todas sus fuerzas.
Me arrancó del suelo justo cuando otra de esas criaturas, que había saltado del autobús, se dirigía hacia mí. Pude ver su rostro demacrado, con manchas oscuras y venas sobresalientes. Estaba tan cerca que sentí el hedor de su aliento, un olor putrefacto que me revolvió el estómago.
—¡Corre! —gritó otra vez, esta vez con una mezcla de urgencia y desesperación.
Mis piernas reaccionaron antes que mi mente. Eché a correr detrás de él, escuchando a nuestras espaldas los gritos y los golpes sordos que marcaban el destino de quienes habían quedado atrapados en el autobús. No quise mirar atrás. No podía.
Corrimos como locos por la calle. Mi corazón latía con fuerza, y cada respiración parecía un fuego abrasador en mis pulmones. A nuestro alrededor, las calles eran un caos: coches abandonados, vidrios rotos, y esas cosas moviéndose entre las sombras, como depredadores al acecho.
Seguimos corriendo lo más rápido posible, alejándonos de la masacre del autobús. Pero entonces, recordé lo que realmente importaba: mi familia. Tenía que saber si estaban bien. Di la vuelta en una esquina, tomando la dirección hacia mi casa.
El chico siguió corriendo hacia adelante, y desde lo más profundo de mi pecho grité: