El trayecto hasta mi casa se sintió eterno. En el camino vi cosas que jamás podré olvidar: coches abandonados con las puertas abiertas, como si sus ocupantes hubieran salido huyendo; ventanas rotas de tiendas saqueadas; y aquí y allá, manchas de sangre que preferí no analizar demasiado.
Finalmente, llegué a mi calle. Por la oscuridad del cielo, calculé que debían ser alrededor de las 8 de la noche, mi ropa estaba sucia, llena de polvo y manchas que ni siquiera quería identificar. Solo pensaba en entrar, ducharme rápido y llamar a mis padres.
Al abrir la puerta, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Todo estaba demasiado silencioso, pero al menos la casa parecía intacta. Dejé caer la mochila en el suelo, ignorando por completo el desorden que había causado. Subí las escaleras, directo a mi habitación.
Una vez cambiado, decidí buscar en mi cuarto el celular viejo. Pero apenas entré, el desorden me golpeó como un balde de agua fría. Mamá siempre decía que mi cuarto parecía un chiquero, y viendo el estado actual, no podía estar más de acuerdo. En ese momento me arrepentí de no haberle hecho caso cuando me pidió que lo limpiara por la mañana.
Resignado, comencé a recoger todo lo que había tirado por el suelo. Para mi sorpresa, ordenar me llevó apenas dos minutos. ¿Tan difícil era hacerlo antes? pensé mientras colocaba los últimos papeles en su lugar.
Con el cuarto ya despejado, continué la búsqueda del celular. Esta vez, con calma y sin desordenar todo otra vez. Finalmente lo encontré: estaba escondido detrás del televisor, como si se hubiera estado riendo de mí todo el tiempo. Lo tomé y presioné el botón de encendido.
El viejo dispositivo cobró vida con ese sonido característico que tenían los Nokia antiguos. Ese tono prolongado y chillón que siempre me sacaba de quicio. Me tomó un par de segundos recordar por qué había decidido cambiar de celular en primer lugar. Nunca extrañé este maldito ruido.
Cuando por fin terminó de encenderse, la pantalla marcaba las 9 p.m., según mi cálculo basado en la oscuridad del cielo. Sin perder tiempo, marqué el número de mi mamá. La llamada entró, pero nadie contestó. Frustrado, intenté de nuevo. Nada. Entonces probé con mi papá, pero el resultado fue el mismo.
Ahí fue cuando recordé cómo solían regañarme: "Si te compramos un celular es para que lo uses, no para que ignores nuestras llamadas. ¿Sabes cuánto nos preocupamos?" Ahora, las cosas estaban al revés, y esa sensación de preocupación se clavó en mi pecho como un puñal.
Decidí intentar llamar a mi hermano, pero entonces me di cuenta de que nunca me había aprendido su número. Siempre lo tenía guardado en mi teléfono anterior, y nunca pensé que necesitaría memorizarlo. Ahora, en medio de este caos, me arrepentía profundamente de esa decisión.
Habían pasado cinco minutos desde mi última llamada, y mi mente no dejaba de jugar conmigo. Diferentes escenarios catastróficos cruzaban por mi cabeza como relámpagos, uno tras otro, haciéndome sentir cada vez más inquieto. De pronto, el tono estridente del celular viejo resonó en la habitación, sacándome abruptamente de ese trance. Mi corazón dio un vuelco. Lo agarré con manos temblorosas y, al mirar la pantalla, sentí un alivio inmenso al ver el nombre de mi mamá. Contesté de inmediato, casi tropezando con mis palabras mientras decía:
—¡Mamá! ¿Mamá, estás ahí?
Solo escuchaba silencio al principio, como si la señal estuviera débil o como si ella no supiera qué decir. Mi voz sonaba desesperada mientras repetía una y otra vez:
—Mamá, ¿puedes escucharme? ¡Por favor, di algo!
Finalmente, escuché su voz, pero su tono me heló la sangre. Había un temblor en cada palabra, una mezcla de miedo y desesperación.
—E-Ethan... estamos atrapados... —su voz era apenas un susurro—. Estamos en el centro comercial... el que siempre íbamos.
Mi corazón comenzó a latir más rápido. Traté de mantener la calma.
—¿Qué pasó? ¿Dónde están exactamente?
—Aparecieron esas personas... —la voz de mi madre se quebraba por momentos—. Estábamos comprando, y de repente empezaron a atacar... a morder a la gente. Fue un caos. Intentamos salir, pero era imposible... corrimos a una tienda de comidas rápidas. Estamos escondidos aquí.
—¿"Estamos"? ¿Quién más está contigo? —pregunté, sintiendo un leve nudo en el estómago.
—Tu papá y tu hermano... —respondió, su voz cada vez más débil—. Solo nosotros tres.
Esa palabra, "solos", me golpeó como un mazo. Ningún vecino, ningún extraño, nadie con quien contar. Era solo mi mamá, mi papá y mi hermano, rodeados por lo desconocido.
—Mamá, escúchame bien —dije, tratando de sonar más firme de lo que me sentía—. ¿Están seguros ahora? ¿Hay alguien o algo cerca?
—No lo sé... creo que no. Estamos en la parte de atrás, detrás del mostrador. Cerramos la puerta, pero... Ethan, tenemos miedo...
El miedo en su voz era palpable, y no podía permitirme perder la calma. Tomé una bocanada de aire y exhalé lentamente, como si eso fuera a darme más control.
—Quédense ahí, ¿me oyes? No hagan ruido, no salgan por nada. Yo voy a ir a buscarlos.
—Ethan, no... no lo hagas. Es peligroso... —me interrumpió, pero su voz no tenía convicción.
—No voy a dejarlos ahí, mamá —dije con una determinación que ni yo sabía que tenía—. Voy a ir por ustedes.
—Ethan... —empezó a decir, pero fue interrumpida por un ruido. Un sonido fuerte y seco que hizo que mi corazón se detuviera por un momento.
—¿Qué fue eso? —pregunté, ahora con un nudo en la garganta.
—No lo sé. Alguien golpeó la puerta... ¡tengo que colgar! —dijo rápidamente, y la llamada se cortó de repente. Miré la pantalla y me di cuenta de que no había señal. Mi respiración era rápida, mi mente estaba a mil por hora. Pero ya tenía un objetivo claro. Tenía que llegar al centro comercial. Tenía que salvarlos.
Así que agarré mi mochila y comencé a buscar todo lo necesario para ir a rescatar a mi familia. Sabía que no podía permitirme olvidar nada importante. Entre mis cosas encontré una linterna, un bate de metal que había dejado en la esquina de mi cuarto desde hace años y algo de comida enlatada. No sabía si ellos habían comido algo desde que quedaron atrapados.