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El silencio de mi habitación se sentía denso, cargado con el eco de mis propios pensamientos. Llevaba un rato preguntándome por qué Sky y mi madre se demoraban tanto. Cada minuto que pasaba era una pequeña tortura, un vaivén entre la esperanza de que mi madre lo hubiera aceptado y el miedo a que su conversación hubiera terminado en un desastre.
La puerta se abrió con un suave crujido, y mi madre entró. No se sentó de inmediato; se quedó de pie un momento, observándome, antes de acomodarse en el borde de mi cama. Entrelazó las manos sobre las rodillas, un gesto que delataba que buscaba las palabras adecuadas.
—Cariño —empezó, su voz llenando el espacio con una calma estudiada—. Necesito que seas honesta conmigo. ¿Estás segura de este chico?
Su pregunta flotó en el aire. Suspiré, pasándome las manos por la cara como si pudiera borrar la fatiga y la duda.
—No lo conozco desde hace mucho, mamá —admití, mi voz sonando más vulnerable de lo que pretendía—. Pero hay algo entre nosotros, una conexión que se siente... real. Siento que merece la pena intentarlo.
Ella me observó atentamente, sus ojos intentando leer más allá de mis palabras. Finalmente, su expresión se suavizó.
—Es normal estar emocionada y nerviosa a la vez —dijo, su tono volviéndose más cálido—. Pero quiero que me prometas dos cosas. Primero, la comunicación. Hablen siempre, sobre todo de lo que les incomoda. Y segundo, y esto es lo más importante, nunca hagas nada que no quieras hacer. Tu comodidad es la prioridad.
Asentí, sintiendo cómo sus palabras, tan sencillas y directas, me daban una base firme sobre la que apoyarme. Eran mi ancla en medio de mi tormenta.
—Gracias, mamá.
Ella sonrió, una sonrisa genuina que me llegó al alma.
—Ahora vamos —dijo, levantándose—. Sky te está esperando.
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Bajé las escaleras, cada escalón aumentando la mezcla de nervios y emoción que revoloteaba en mi estómago. Lo vi en el salón, sentado en el sofá. La única luz provenía de la pantalla de su teléfono, que proyectaba un brillo azulado sobre su rostro concentrado. Estaba tan absorto que no me oyó llegar. Me acerqué en silencio y me senté a su lado.
Levantó la vista, un poco sobresaltado, y una sonrisa se dibujó en su rostro al verme. El mundo del teléfono desapareció en un instante al guardarlo en el bolsillo. Toda su atención se centró en mí, y sentí cómo el aire a nuestro alrededor cambiaba, volviéndose más íntimo.
—¿Qué tal la conversación con mi madre? —le pregunté, mi voz apenas un susurro.
Una sonrisa nerviosa asomó en sus labios, pero la esquivó con una pregunta juguetona.
—¿Y tú? ¿Sobreviviste al interrogatorio?
Me reí, una risa genuina que aligeró el ambiente.
—Mi madre dice que la comunicación es la clave y que debemos respetar los límites —le comenté, adoptando un tono más serio para ver su reacción.
Él soltó una carcajada suave, una que resonó en el silencio de la sala.
—Bella, ¿de verdad crees que soy el tipo de chico que se lanza sin preguntar? —se acercó un poco más, acortando el espacio entre nosotros. Su mirada se volvió más intensa, más profunda—. ¿Qué tal un acuerdo? Por cada límite que respetemos, ganamos un beso.
La propuesta, tan inesperada y atrevida, transformó la tensión en algo eléctrico y divertido.
—¿Un "juego de besos"? —dije, entrando en su juego—. Me intriga.
—Exactamente —se inclinó y me dio un beso suave en la frente. Su gesto fue tierno, protector, y contrastaba maravillosamente con la picardía de sus ojos—. Además, no me atrevería a tocarte un pelo si no es lo que deseas.
Su susurro, tan cerca de mi oído, me provocó un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo.
—¿Y si cambiamos un poco la temática del juego? —propuse, intentando recuperar el control de mis pulsaciones—. Por cada pregunta que respondas para conocernos mejor, te doy un beso.
—Trato hecho —aceptó, su sonrisa ampliándose, revelando que le encantaba la idea.
Empezamos con preguntas sencillas, casi infantiles. Su sabor de helado favorito: fresa. El mío: chocolate. Cada respuesta era sellada con un beso suave, un ligero roce de labios que nos hacía sonreír y querer más. Poco a poco, las preguntas se hicieron más personales, más profundas, y los besos se alargaron, volviéndose más seguros. Hablamos de sueños olvidados, de miedos irracionales, de aventuras pasadas y de las que queríamos tener juntos. La noche avanzó, y el tiempo pareció detenerse, envolviéndonos en una burbuja de risas contenidas y susurros cómplices.
Cuando el reloj de la pared marcó la medianoche con una campanada sorda, él se detuvo. Se apartó un poco para mirarme a los ojos, su expresión seria pero feliz.
—Creo que hemos acumulado suficientes besos para una maratón —dijo, su voz ronca.
Se inclinó una vez más y me dio un último beso, uno que fue lento y profundo, uno que me hizo sentir como si el mundo entero se desvaneciera a nuestro alrededor, dejándonos solo a nosotros dos.
—Adiós, Sky Milligan —le dije cuando lo acompañé a la puerta, mi voz sonando extraña en mis propios oídos.
—Adiós, Bella Gartner —respondió, y se alejó en la oscuridad de la noche, dejándome con una sonrisa en el rostro y el corazón latiendo con una fuerza nueva y abrumadora.
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El día siguiente amaneció radiante, como si el mundo compartiera mi felicidad. Decidí visitar a Sky. Lo encontré en su terraza, reclinado en una silla con su teléfono, como siempre. El sol de la mañana se enredaba en su pelo, creando reflejos dorados.
—¡Hola, Gartner! —me saludó, su rostro iluminándose al verme—. ¿Y ese milagro que te levantas tan temprano?
—Quería verte —respondí, poniendo los ojos en blanco para disimular la emoción que sentía.
Pasamos la mañana charlando, la conversación fluyendo sin esfuerzo, cada risa haciéndome sentir más ligera, más viva.
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Esa noche, mientras cenaba sola en la tranquilidad de mi casa, el timbre sonó. Eran Leyanis y Lenia, sus rostros radiantes de emoción.
Editado: 26.08.2025