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Todos los fabricantes de muñecas tienen un taller.
Pero yo no. Yo tengo un bosque. Y el bosque no es mi taller, porque si lo fuera tendría que poner algo de mí para fabricar muñecas, y si supieras tan solo un poco de todo este asunto comprenderías rápidamente que la cosa no funciona así.
Yo vengo a buscarlas.
Las desentierro, y ellas me llaman: “papá”. Las visto, y me preguntan dónde están. Yo les respondo: “Eso no importa, ya veremos a dónde vas”. Entonces las encamino, aunque nadie, ni ellas ni yo, sepamos a dónde irán.
Creen, al verme, que yo les di la vida, pero la verdad es que solo las vine a buscar. La vida está en la tierra, en la lluvia desterrada del umbroso cielo, y en las historias transportadas por el viento. Parece un cuento, pero no te comas ese verso. No es de extrañar que este sitio posea tales características: después de todo el bosque existe porque allí enviamos a los muertos. Nace y crece con las canciones y las oraciones susurradas, con las plegarias, y con el relato de cosas inacabadas. Lo recorren suspiros fantasmales, los arbustos son toscos y tienen dedos de ceniza, y los troncos miran con ojos de lechuza.
Por cada historia de vida y muerte hay un árbol de profundas raíces, y allí debajo, en la parte más oscura, es donde se engendran las muñecas.
Yo solo voy a buscarlas. Las despierto.
Y las suelto.
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Editado: 13.05.2024