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Cada mañana me encaramaba en la misma rama de la higuera, sin ninguna inocencia, para escucharte tocar el violín. Porque vos no sabías que yo existía, y pensar en el día en que esas manos que arrancaban himnos de las cuerdas me reconocieran por primera vez me llenaba de energía y de pavor. Cada día con la salida del sol te deseaba y te temía más.
Pero en la víspera de un invierno, sin darnos cuenta, crecimos tanto que ya no hubo forma de engañar al tiempo.
Cambiamos y este amor se volvió tan fuerte y tan pesado que su propia densidad amenazaba con quebrar el puente del mágico instrumento y el balcón de mi castillo. La madera oscura se había pintado de arena bajo esos dedos ágiles, que la acariciaban más y mejor de lo que vos seguro acariciarías a tu chica. Me enseñaste desde la distancia que los artistas son por naturaleza infieles. Están casados con su arte y el resto de hombres y mujeres somos sus amantes… Es previsible que las personas se desgasten en ese tipo de relación. Igual no me molestaba. Yo quería desgastarme mirándote.
Pero no fue el puente del violín lo que hizo “crac”.
Vos, que ya tenías diecisiete años, no te quedaste viudo.
Pero yo ya era demasiado mayor para andar trepándome a los árboles, aún con este corazón de infanta.
Desde entonces sigo escondida, dormito en las ruinas del balcón de mi castillo, pero ya no escucho himnos sino flores musicales a la sombra de la higuera, del tipo que despiden a los muertos en torno a las piras funerarias.
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Editado: 13.05.2024