La atención dispensada era sencillamente exquisita.
La vendedora, una bella mujer de estrechos hombros pero de generosas caderas, se hacía acompañar de gráciles y delicados ademanes mientras me iba mostrando al detalle cada uno de los ataúdes de la más alta gama. Féretros realmente espléndidos que sin duda harían las delicias de cualquier tanatomaníaco o dicho de otro modo, de aquel que estuviese obsesionado con todo lo que rodeara al tema de la muerte.
Pero era sólo un ataúd, el que destacaba sobre el resto en la parte de la tienda con pretensiones de ser un modesto museo, el que cumplía todos mis requisitos.
—¿Y ese de ahí...? —pregunté con fingido desinterés.
Estaba dispuesto a llevármelo a cualquier precio.
—Una verdadera pieza de coleccionista —respondió la mujer con orgullo profesional. Mediante un ligero movimiento de muñeca sugirió que nos acercáramos hasta el féretro en cuestión—. Imposible de tasar. —Por cómo dijo esa última palabra, “tasar”, se adivinaba que sentía gran predilección por ese verbo—. ¿Se imagina la antigüedad que tiene? —preguntó sin dejar de acariciar suavemente con la yema de los dedos el terciopelo morado que cubría todo el interior del ataúd.
«Hoy hace exactamente 407 años —pensé mientras el amargo recuerdo volvía a grabarse a fuego en mis retinas—. Cómo olvidar dónde pasé aquella primera noche».
Su sangre me supo tal y como había imaginado desde un principio: a chocolate blanco...