Sus cuatro años recién cumplidos no fueron ningún impedimento para que Mario ajustase bien las mantas y tapara con ellas a su padre con amor, que recién se acababa de meter en la cama después de haberse ensuciado los dientes a conciencia. La lámpara de la habitación, que con su caprichosa forma de seta invadía toda la mesita de noche, pigmentaba las paredes de motitas anaranjadas, a la vez que comenzaron a flotar por el aire las primeras palabras que Mario, noche tras noche, inventaba para su padre justo antes de acostarlo:
—Y colorín colorado, este cuento se ha empezado... —gustaba de comenzar las historias haciendo coincidir la palabra “empezado” con el gesto de tocar con su dedo índice la nariz de su padre, lo único que éste dejaba entrever sumergido como estaba en ese mar de sábanas—. Hace poquísimo tiempo atrás —continuó—, un bello dragón fue raptado por una malvada y cruel princesa que tenía atemorizada a toda la comarca. Con la intención de librarse de tan deleznable doncella, el rey, siempre infeliz y ayunando perdices, organizó un torneo de caballeros que ganó el príncipe más tímido, feo y cobarde de todos los que acudieron. Una vez se supo el vencedor, el monarca le encomendó la fácil tarea de que si hacía reír a su bufón le desposeería de todos sus títulos y posesiones. Finalmente, el desfavorecido príncipe logró matar a la princesa y casarse con el dragón, con el que regresó a su castillo, pues era bien sabido que el rey nunca cumplía con su palabra.
Acabado el cuento, padre e hijo se quedaron varios segundos mirándose con cariño a los ojos sin decir nada; el estridente canto a capela de un grupo de grillos era lo único que perturbaba ese silencio entre algodones.
—Había una vez, papi... —dijo Mario mientras recolocaba con mimo el rebelde flequillo de su padre.
—Había una vez, hijo...
Mario se aseguró de encender la luz antes de salir de la habitación dando un sonoro portazo.
«Qué lento pasa el tiempo. Parece que fue mañana...», pensaba Mario un rato después subido de pie en un taburete, apoyándose en la barandilla de la terraza mientras se rascaba con fruición la marca que los calcetines siempre dejaban grabada en sus tobillos.