Mid summer dam

1.

El atardecer teñía el cielo de un rojo intenso, filtrándose a través de la ventana y reflejándose en las gotas de sudor que cubrían su piel. La habitación olía a una mezcla de sexo y tabaco; un olor frecuente para Salvador, quien disfrutaba de aquel encuentro casual un viernes por la noche. La respiración entrecortada de su compañero se mezclaba con el sonido húmedo de sus cuerpos, encontrándose una y otra vez.

Salvador se aferró a la cintura del beta, marcando el ritmo con movimientos justos, mientras el otro expulsaba por sus labios delgados jadeos profundos, y su espalda se arqueaba con cada embestida. El roce de su piel termina con un grito ahogado, sus rodillas temblaron cediendo hasta desplomarse sobre la cama. Salvador no se detuvo de inmediato. Continuó unos instantes más, persiguiendo su propio placer con el ceño fruncido y dejó escapar un último estremecimiento. Con un suspiro, se apartó, deshaciéndose del condón antes de deslizar la mano entre sus piernas y terminar él mismo, derramándose sobre la piel rendida de su acompañante.

El sonido del teléfono rompió el silencio espeso de la habitación. Salvador extendió el brazo y tomó el móvil de la mesa de noche, al lado observó una caja de cigarrillos y no resistió en metérselo en los labios.

—¿Acaso has olvidado nuestra cita? ¿Por qué tomas un descanso mientras yo estoy muriéndome de frío? —una voz resonó por el teléfono, ofendida. Era la voz de su querida esposa.

Salvador exhaló el humo con fastidio, apoyándose contra el cabecero de la cama.

—Dame unos minutos —respondió, liberando el humo por sus labios.

La llamada se cortó sin más. Salvador dejó caer el teléfono sobre la sábana revuelta y se llevó el cigarro a los labios otra vez, entrecerrando los ojos mientras observaba el humo disiparse.

—Sé que estás cansado, pero tienes diez minutos para irte —Advirtió.

El beta se removió con pereza antes de sentarse en el borde de la cama, se cubrió con la sábana en un gesto de pudor, y pudo notar un interesante tatuaje por el cuerpo del alfa con el que había pasado la tarde. Salvador, al contrario desconocía el pudor, y no tenía problema en encontrarse desnudo frente a los ojos del amante de esa tarde, todavía entornados por la fatiga, pero al notar como lo estudiaron con cierta curiosidad, como si esperara algo más, apartó la mirada.

—La puerta se cierra sola —murmuró.

El sonido del perillo de la puerta fue lo último que se escuchó antes de que la habitación quedara en completo silencio otra vez. El beta observó las cenizas en el suelo y supo que jamás iban a recogerse.

Salvador salió del hotel ajustándose la chaqueta y sintiendo el aire frío, pegarle en el rostro. El invierno de noches largas y oscuras, la calle respiraba iluminada bajo la parpadeante iluminación de las farolas. A lo lejos, el sonido amortiguado de un claxon rompió el silencio.

Al acercarse más, en unos pocos pasos, el seguro se destrabó con un chasquido. Salvador abrió la puerta y se deslizó dentro sin prisa.

El interior olía a una fragancia floral con un fondo especiado que intentaba, sin éxito, enmascarar el aroma del cuero nuevo. Helen estaba en el asiento trasero, retocándose el maquillaje con una paz impoluta. El espejo compacto reflejaba su rostro, sus labios pintados con dedicación y sus ojos oscuros que, sin levantar la vista, ya lo estaban analizando.

—Hueles a jabón barato —murmuró sin siquiera fruncir el ceño.

Salvador le rozó la mandíbula con los nudillos antes de inclinarse a besarla, pero Helen se apartó un poco, como quien tolera un gesto solo por cortesía.

—¿Cuándo vas a aprender a manejar? —soltó con fastidio, reclinándose en el asiento. Sus piernas, largas y firmes, se cruzaron, la abertura de su vestido negro revelaba la piel lisa de su muslo—. Estoy harta de tener que recogerte. Este hotel está en el fin del mundo, si llegamos tarde será tu culpa —finalizó frunciendo el ceño con hartazgo.

—Ya hemos hablado de eso… —respondió Salvador, encendiendo un cigarro. Exhaló el humo lentamente—. Además, fuiste tú quien me recomendó este lugar. Según tú, porque tiene el índice de desapariciones más alto del estado. ¿Qué conveniente, no?

Helen soltó una risa seca, más un comentario que una reacción genuina.

—¿De verdad crees que te daría la dirección de un hotel para que folles tranquilo sin que te jodan los paparazzi? Si mañana sales en el titular como un degenerado que coge en plena tarde de invierno, no será mi problema —su mirada se deslizó hacia él con ironía—. Pensé que al menos tendrías la decencia de no pedirme que me quedara también.

Salvador la miró de reojo, con una media sonrisa que nunca llegó a sus ojos. Levantó la mano y le tomó el mentón entre los dedos, obligándola a girarse hacia él.

—Más bien, serás la esposa abandonada y conociéndote, fingirás demencia.

Ella ni siquiera parpadeó cuando él la besó. Fue un roce breve, sin respuesta, hasta que otro flash iluminó el auto. Helen se apartó antes de que pudiera prolongarlo.

—Me quedaré con el total de tus bienes y quedarás en banca rota, contrataré a la firma para la que trabajas como representante —con los ojos fijos, continuó— Solo haz verte desdichado, pasaré por cualquier parte de esta ciudad donde seguro frecuentarás a pedir limosna, y dejaré que supliques mi perdón. Nos vamos.

Desde el asiento delantero, la conductora asintió.

—Sí, señorita Helen.

El motor rugió, y la camioneta arrancó con suavidad. El humo del cigarro de Salvador comenzó a llenar el espacio cerrado, seguía con los pensamientos en blanco. Helen era una mujer inteligente y perspicaz, a veces cínica y manipuladora, y la tenacidad no tiene límite. Pensó un par de minutos después en lo que Helen había dicho, y sonrió. Para él, ya se había convertido en un desdichado.

El humo comenzó a llenar la camioneta con ventanas polarizadas y cerradas. La conductora suspiró intentando no respirar la densidad desagradable. Helen chasqueó la lengua y, sin previo aviso, arrancó el cigarro.



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En el texto hay: omegaverse, romance, gay

Editado: 21.08.2025

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