Después de mucho tiempo sin hacerlo, mi padre ha retomado su vieja rutina de visitarme cada noche en mi cuarto. Siempre fue una costumbre incómoda, extraña.
Cuando estoy a punto de dormirme, entra en silencio. Mi madre no lo sabe, por supuesto. Ella está segura de haber terminado con esas visitas nocturnas hace tiempo. Cuando el silencio reina en la casa, mi padre se acerca despacio. Yo simulo estar dormida. Me acaricia el pelo y el rostro. También el cuello. Pero su mano no se desliza ya bajo las sábanas. Ahora es distinto. Sus besos se centran solo en mi frente. Después me arropa despacio, con ternura, y a mí me embarga una sensación agradable. Tal vez ya no sea una costumbre tan extraña al fin y al cabo. De no ser, claro, porque mi padre lleva muerto tres años.