Recuerdo perfectamente el momento en que mi mente empezó a cambiar y me interesé por los chicos. Fue como si alguien encendiera una luz en un pasillo oscuro: de pronto notaba miradas, gestos y sensaciones que antes me pasaban completamente desapercibidas.
Mis compañeras, por supuesto, ya estaban a años luz de mí en esas cuestiones. Ellas hablaban del tema con la naturalidad de quien repasa la lista del mercado, mientras yo me repetía mentalmente, confundida:
¿Qué demonios es un pene y por qué es tan dramático que se lo haya puesto en la cara a una compañera?
Para no sentirme excluida, las acompañaba a ver cosas bastante raras, incluso para una mente adolescente en plena transformación.
Recuerdo especialmente cuando un chico me parecía lindo. Mi gran fantasía era casarme con él y pasar el resto de la vida dándonos besitos eternos. Me ponía super nerviosa al mirarlo, pero también increíblemente feliz. Para mis compañeras, claro, eso era rarísimo.
Jamás olvidaré mi primera clase de besos:
Lache: “¿Ya has besado? ¿Cómo es? ¿Cómo aprendiste?”
Tamara (con una sabiduría casi sacerdotal): “Es super fácil, amor. Es como chupar un helado... o puedes practicar con la mano. Aunque prefiero el helado, la verdad.”
Me quedé con esas palabras grabadas durante años. Como si fueran un manual sagrado.
Luego vino la vida real.
Recuerdo el día en el parque cuando unos chicos nos hablaron y uno intentó besarme. Fue tan incómodo como meter el pie en un charco helado. Nada que ver con el helado de Tamara ni la práctica con la mano.
Ahí también entendí —o creí entender— la regla de oro: para gustarle a los chicos, tenías que ser la más linda. Pero, ¿qué diablos es ser “bonita”? Aún hoy me lo pregunto. Para mí, cada chica y cada chico tienen algo único, algo bonito que los hace resaltar. Lo que uno encuentra atractivo puede parecerle irrelevante a otro.
Pero en aquel tiempo, eso no lo tenía tan claro.
Santi, el poeta de barrio, me dijo un día:
“Qué hermosa eres, tienes un cuerpazo. ¿Ya diste tu primer beso? Seguro que sí.”
Me sentí incómoda. No solo por sus palabras, sino porque no me dejaba abrir la boca para decir nada. En mi cabeza se grabó la idea de que, mientras más experimentada o picante parecieras, más atractiva serías para los chicos.
Ahí empezó mi error. Quería brillar, gustarles, aunque me hicieran sentir incómoda. Fingía saber cosas que no entendía y hablaba de temas que me resultaban desagradables solo para complacerlos.
Fue en ese momento cuando empecé a perderme un poco, a esconder quien realmente era bajo algo que ni siquiera reconocía.
Pero, ojo: no es un final triste.
No todo fue tan malo. Ya verán…
Gracias.