En un pequeño pueblo al borde de un río, donde las casas de adobe se alineaban como guardianes silenciosos del tiempo, vivía la familia Ramis: Javier, Ana y su pequeño hijo, Mateo. Javier era un hombre de manos callosas y risa fácil, carpintero de oficio, que tallaba muebles con un cariño que parecía impregnar la madera misma. Ana, con su voz suave y ojos brillantes, era la costurera del pueblo, conocida por remendar no solo ropa, sino también corazones con sus palabras cálidas. Mateo, de apenas siete años, era un torbellino de energía, siempre corriendo entre los árboles con su cabello revuelto y una sonrisa que iluminaba hasta los días más grises.
Javier y Ana se habían conocido siendo muy jóvenes, casi niños, cuando él le talló un pequeño pájaro de madera como disculpa por haberle roto sin querer un vestido que ella había cosido para su madre. Desde entonces, sus vidas se entrelazaron como hilos en un telar. Se casaron bajo un sauce llorón en una tarde de verano, prometiéndose amor eterno mientras el río cantaba a su espalda. Mateo llegó años después, un regalo inesperado que llenó su hogar de risas y caos.
La vida no era fácil en el pueblo. Las lluvias a veces se llevaban los cultivos, y el trabajo escaseaba, pero Javier y Ana siempre encontraron la forma de salir adelante juntos. Se miraban a los ojos y sabían que, mientras tuvieran su amor y a Mateo, nada podría romperlos.
Pero el destino, caprichoso como es, tenía otros planes.
Todo comenzó con un resfriado. Mateo había estado jugando cerca del río con otros niños, persiguiendo ranas y revolcándose en el barro. Volvió a casa con la nariz moqueando y un estornudo que parecía más una risa. Ana lo arropó con una manta, le preparó un té de hierbas y le cantó una nana hasta que se durmió. “Solo es un catarro”, dijo Javier, acariciando la cabeza del pequeño. “Mañana estará corriendo otra vez.”
Sin embargo, el “catarro” no se fue. Al tercer día, Mateo empezó a toser con fuerza, una tos seca que resonaba en la casa como un tambor roto. Luego vino la fiebre, alta y persistente, que lo dejaba empapado en sudor. Ana dejó de coser para cuidarlo, y Javier dejó sus herramientas para buscar al médico del pueblo, el viejo doctor Vargas, que llegó con su maletín gastado y una expresión seria.
“No es solo un resfriado”, dijo Vargas tras examinar al niño. “Tiene fiebre alta, dificultad para respirar… podría ser algo más grave. Hay rumores de una enfermedad rara que anda circulando por los pueblos cercanos. La llaman ‘la fiebre del río’. Dicen que viene de las Barras que se han multiplicado tras las últimas inundaciones.”
Javier y Ana se miraron, el miedo reptando por sus corazones. “¿Y qué hacemos?”, preguntó Ana, apretando la mano de su hijo.
“Lo cuidaremos lo mejor que podamos”, respondió Vargas. “Manténganlo abrigado, denle líquidos. Si empeora, tendré que buscar medicinas en la ciudad, pero el camino está malo por las lluvias.”
Los días siguientes fueron un torbellín de preocupación. Mateo parecía mejorar por momentos, solo para recaer con más fuerza. Ana y Javier apenas dormían, turnándose para estar a su lado, limpiándole la frente, contándole cuentos para mantenerlo despierto. Pero lo que no sabían era que la enfermedad ya había comenzado a extender sus garras más allá del pequeño cuerpo de su hijo.
Una mañana, mientras Ana preparaba un caldo para Mateo, sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Al principio lo ignoró, achacándolo al cansancio, pero para la noche estaba temblando bajo las mantas, con la piel ardiendo. Javier, al verla así, sintió que el mundo se le venía abajo. Intentó mantener la calma, pero al día siguiente él también empezó a toser, una tos que le arrancaba el aliento.
“Esto no puede estar pasando”, murmuró Javier, apoyado contra la pared, mientras Ana yacía en la cama junto a Mateo. Los tres, ahora, estaban enfermos.
El doctor Vargas regresó, alarmado al ver el estado de la familia. “Es la fiebre del río, sin duda”, dijo. “Parece que Mateo la trajo a casa, y ustedes… la han contraído. Es muy contagiosa. Necesitan medicinas fuertes, pero no las tengo aquí. Intentaré llegar a la ciudad, pero no sé si lo lograré a tiempo.”
Javier, con la poca fuerza que le quedaba, le rogó: “Salve a mi hijo, doctor. Si solo puede salvar a uno, que sea él.”
Ana, desde la cama, susurró entre lágrimas: “No, Javier… todos vamos a salir de esto. Todos.”
Pero la realidad era cruel. La enfermedad avanzaba rápido, devorando sus fuerzas. Los pulmones de Ana se llenaban de un silbido constante, y Javier apenas podía levantarse para traer agua. Mateo, aunque débil, parecía resistir un poco más, como si su pequeño cuerpo aún luchara por aferrarse a la vida.
Una noche, bajo una luna pálida que apenas iluminaba la habitación, Javier tomó la mano de Ana. Sus dedos temblaban, pero su agarre era firme. “Te amo”, le dijo, con la voz rota. “Siempre te he amado. Si nos vamos, que sea juntos.”
Ana sonrió débilmente, las lágrimas rodando por sus mejillas. “Y yo a ti. Pero Mateo… ¿quién cuidará de él?”
“Él es fuerte”, respondió Javier. “Más fuerte que nosotros. Sobrevivirá.”
Esa noche, mientras Mateo dormía entre ellos, Javier y Ana se despidieron en silencio. Sus respiraciones se volvieron más lentas, más débiles, hasta que, tomados de la mano, dejaron de respirar. El amor que los unía no se apagó; simplemente se trasladó a otro plano, dejando atrás un mundo que ya no podían habitar.
A la mañana siguiente, el doctor Vargas llegó con las medicinas, exhausto tras el viaje. Encontró la casa en silencio, un silencio que le heló la sangre. Al entrar, vio a Javier y Ana inmóviles, aún tomados de la mano, y a Mateo, pálido pero respirando, acurrucado entre ellos. Las medicinas llegaron demasiado tarde para los padres, pero no para el niño.
Mateo sobrevivió. La fiebre cedió poco a poco, y el doctor lo llevó a vivir con una tía lejana en otro pueblo. Creció marcado por la pérdida, pero también por el amor inmenso que sus padres le dejaron como herencia. A veces, sentado junto al río, juraba escuchar sus voces en el viento, diciéndole que nunca estaría solo mientras llevara su amor en el corazón.