El viento aullaba como un lamento sobre el campo de batalla, un erial de tierra rota y cenizas donde el eco de innumerables guerras aún resonaba en los huesos de la tierra. Las nubes, densas y grises como el plomo, colgaban bajas, casi rozando las siluetas de dos figuras que se enfrentaban en la distancia. El terreno estaba surcado por cicatrices profundas, grietas abiertas por espadas y hechizos olvidados, y el aire cargaba el hedor metálico de la sangre seca y el polvo de los caídos. Era un lugar donde los héroes venían a morir, y Kael lo sabía.
De un lado estaba él, Kael, el guerrero de acero, un hombre forjado en el dolor y la pérdida. Su armadura, antaño brillante como el sol naciente, estaba ahora mellada y cubierta de sangre seca, suya y de otros. El sudor le pegaba el cabello a la frente, y cada respiración era un esfuerzo que le raspaba la garganta. En sus manos temblorosas sostenía a *Furia Ígnea*, su espada legendaria, nacida en las entrañas de un volcán extinto. Su filo brillaba con un resplandor rojo y ardiente, como si aún conservara el calor de su creación. Los ojos de Kael, de un gris tormentoso, estaban fijos en su enemigo, y en ellos ardía una determinación que ni la muerte podría apagar.
Frente a él se alzaba Vesper, el último de los hechiceros antiguos, una figura envuelta en una capa negra que parecía absorber la luz misma. Sus ojos, dos brasas encendidas en un rostro afilado y pálido, relucían con una malicia que había devorado eras enteras. Era más que un hombre; era una sombra viva, un eco del vacío que había jurado consumir el mundo hasta que no quedara ni un suspiro de esperanza. Las leyendas decían que sus hechizos podían apagar estrellas, y Kael había visto con sus propios ojos cómo las aldeas enteras se desvanecían bajo su toque, dejando solo silencio y polvo.
—Esto termina hoy —dijo Kael, su voz grave y rota por años de gritos en la batalla. Era una promesa, no una amenaza, una certeza tallada en su alma tras una vida de lucha.
Vesper sonrió, una mueca cruel que mostraba dientes afilados y un desprecio infinito. —No, guerrero. Hoy todo comienza. No puedes derrotarme, porque yo soy el fin de todo lo que amas, todo lo que conoces. Tu mundo, tus recuerdos, tu miserable existencia… todo será mío.
Kael no respondió con palabras. Con un rugido que desgarró el aire, dio el primer paso, y *Furia Ígnea* cortó la penumbra como un relámpago escarlata. El golpe envió una onda de energía que hendió la tierra, levantando un surco de fuego y roca que rugió hacia Vesper con la fuerza de un terremoto. Pero el hechicero apenas alzó una mano, y la onda se deshizo en la negrura que lo rodeaba, tragada por un abismo hambriento que parecía burlarse del esfuerzo de Kael.
—¿Crees que tus trucos de herrero bastan contra mí? —La voz de Vesper era un siseo helado—. Soy inmortal, Kael. Mis hechizos nacen del vacío, y mi alma es eterna. Tú eres una chispa destinada a apagarse.
Kael apretó los dientes, su cuerpo vibrando con una furia contenida que amenazaba con quebrarlo. Sabía que no podía permitirse dudar. Cada segundo que Vesper respiraba era un segundo más cerca del fin. Con un grito, cargó hacia adelante, su espada trazando un arco de fuego que iluminó el campo como un amanecer desesperado. Pero Vesper se desvaneció en un destello de sombras, dejando solo un eco de risa cruel.
Un grito resonó a su izquierda. Kael giró justo a tiempo, esquivando por un pelo una esfera de oscuridad que brotó del suelo como un géiser de muerte. El hechizo le rozó la mejilla, y el frío abrasador le arrancó un gruñido de dolor. La piel de su rostro ardía como si la hubieran marcado con hielo negro.
—¡No escaparás, Kael! —rugió Vesper, materializándose tras él con una velocidad inhumana—. Las sombras reclamarán esta guerra, y tú serás solo un recuerdo roto, una chispa que nunca llegó a ser llama.
Sin pensarlo, Kael giró sobre sus talones, desatando un torbellino de acero y fuego. Cada golpe de *Furia Ígnea* era un desafío a la oscuridad, una explosión de luz que abría grietas en la realidad misma. Las sombras se retorcían y chillaban como criaturas vivas, pero Vesper seguía siendo más rápido, un espectro que danzaba entre los cortes, alimentándose del cansancio que ya pesaba en los brazos de Kael.
El guerrero sentía su corazón golpear contra las costillas, un tambor desesperado que marcaba el ritmo de su lucha. La fatiga le trepaba por las piernas como hiedra venenosa, y la sangre le corría por un corte profundo en el costado, goteando sobre la tierra muerta. Pero su voluntad era un fuego que no cedía, un juramento grabado en su ser: salvar al mundo, aunque le costara todo.
Había perdido demasiado para rendirse ahora. Recordó los rostros de los caídos: Lira, su hermana, cuya risa había sido silenciada por las sombras de Vesper; Toren, su mejor amigo, que había muerto protegiendo una aldea que ya no existía; y Elara, la mujer que una vez le prometió un futuro, consumida por un hechizo que Kael no pudo detener. Cada pérdida era una herida en su alma, y cada herida lo había llevado a este momento.
Sabía que la clave estaba en su última técnica, el *Corte del Alba*, un golpe que había perfeccionado durante años en soledad, bajo cielos sin estrellas. Era una espada de doble filo: un ataque capaz de rasgar el tejido del mundo, pero que exigía todo de quien lo ejecutaba. Si fallaba, no habría segunda oportunidad. Si acertaba, el precio sería su vida. Pero no había otra opción.
—Si esto es lo que debo hacer para salvarlos a todos… que así sea —murmuró Kael, su voz un susurro roto contra el viento.
Cerró los ojos por un instante, dejando que el recuerdo de Elara lo envolviera: su sonrisa suave, el calor de su mano en la suya. Luego los abrió, y el gris de su mirada se volvió acero puro. Con un alarido que hizo temblar la tierra, canalizó cada resto de su energía en *Furia Ígnea*. La espada se incendió con llamas cegadoras, un resplandor que trascendía lo humano, como si el sol mismo hubiera bajado a la batalla.