Mini Relatos.

No escuches al pozo.

En un pueblo olvidado al pie de una montaña, donde los árboles crecían torcidos y el viento parecía cargar lamentos, vivía Elena, una joven de 27 años que había regresado a la casa de su infancia tras la muerte de su abuela. El lugar, una construcción vieja de madera y piedra, estaba al borde de un terreno árido, con un pozo seco en el patio trasero que siempre le había dado escalofríos. Su abuela solía advertirle: "Nunca te acerques al pozo, Elena. Hay cosas que no deben ser despertadas". Pero ahora, sola en la casa, la curiosidad y la tristeza la empujaban a explorar lo que había evitado de niña.

El pueblo estaba casi desierto. Las pocas familias que quedaban hablaban en susurros sobre desapariciones antiguas, sobre noches en que las luces parpadeaban sin razón y sombras que se movían sin dueño. Elena lo atribuía a supersticiones, pero desde su llegada, algo no estaba bien. Las noches eran demasiado silenciosas, como si el mundo contuviera el aliento, y a veces, al cerrar los ojos, juraba escuchar un murmullo lejano, un sonido que no podía ubicar.

La primera noche, mientras ordenaba las cosas de su abuela, encontró un cuaderno escondido bajo una tabla suelta del suelo. Las páginas estaban llenas de garabatos nerviosos y frases repetidas: "Lo oigo. No mires al pozo. Me quiere". Elena frunció el ceño, intrigada pero inquieta. Su abuela siempre había sido excéntrica, pero esto era diferente. Decidió ignorarlo y se fue a dormir, aunque el sueño no llegó fácil. En la madrugada, un crujido la despertó. Provenía del patio. Con el corazón acelerado, se asomó por la ventana y vio el pozo bajo la luz de la luna, su boca negra como un ojo ciego.

Al día siguiente, el aire olía raro, a humedad y algo metálico. Elena intentó ocupar su mente limpiando, pero el cuaderno seguía llamándola. Lo abrió de nuevo y encontró una página que no había visto: un dibujo tosco de una figura alargada, sin rostro, emergiendo del pozo. Debajo, escrito con fuerza hasta rasgar el papel, decía: "Viene por lo que le pertenece". Un escalofrío le recorrió la espalda, y entonces lo escuchó: un susurro, débil pero claro, como si alguien hablara desde muy lejos. "¿Elenaaa...?" Miró alrededor, pero estaba sola. El sonido parecía venir del patio.

Aterrada pero decidida, salió con una linterna. El pozo estaba ahí, inmóvil, pero el susurro creció, ahora un coro de voces que se superponían: "Elenaaa... baja... es tuyo...". La linterna tembló en su mano mientras se acercaba. El borde del pozo estaba cubierto de musgo, y al iluminarlo, vio marcas recientes, como si algo hubiera trepado hacia afuera. Retrocedió, pero el suelo cedió bajo sus pies, un crujido seco, y cayó al césped con un grito. La linterna rodó, apuntando al pozo, y por un segundo, juró ver una mano pálida aferrarse al borde antes de desaparecer.

Esa noche no durmió. Se encerró en la casa, tapiando las ventanas con muebles, pero los susurros no paraban. Ahora eran más claros, más insistentes: "Te vemos... eres nuestra... baja...". Al amanecer, exhausta, llamó a Samuel, un amigo del pueblo que aún vivía allí. Él llegó con el rostro pálido, escuchó su relato y dijo: "Mi abuelo me habló del pozo. Decía que algo vive ahí, algo que se llevó a los niños hace años. Tu abuela lo sabía. Por eso nunca lo tocabas".

Samuel trajo una cuerda y un candil, insistiendo en que debían sellarlo. Bajaron al patio juntos, pero el aire se volvió pesado, casi sólido. El pozo parecía vibrar, y las voces explotaron en un grito: "¡NO TE VAYAS!". Samuel soltó la cuerda, aterrorizado, y corrió hacia la casa. Elena lo siguió, pero al girarse, vio algo que le heló la sangre: una figura alta, huesuda, sin rostro, deslizándose desde el pozo. Sus movimientos eran antinaturales, como si sus articulaciones se doblaran al revés, y avanzaba hacia ellos con una lentitud deliberada.

Adentro, cerraron la puerta con llave, pero los golpes empezaron: lentos, rítmicos, como si probaran la madera. "Elenaaa...", canturreó la voz, ahora única y profunda, resonando dentro de su cabeza. Samuel, temblando, susurró: "Tenemos que quemarlo. Es la única forma". Buscaron gasolina en el cobertizo, pero al volver, la puerta estaba abierta, y el candil, encendido, flotaba en el aire frente al pozo.

No había escapatoria. La figura sin rostro apareció en el umbral, su silueta recortada contra la luz del candil. No tenía ojos, pero Elena sintió que la miraba. "Eres mía", dijo, y su voz era un cuchillo en su mente. Samuel gritó y arrojó la gasolina hacia el pozo, pero antes de que pudiera encenderla, la figura extendió un brazo imposiblemente largo y lo arrastró hacia la oscuridad del patio. Su grito se cortó abruptamente, y el silencio volvió, más aterrador que cualquier sonido.

Elena corrió al sótano, buscando refugio, pero las paredes parecían palpitar. El cuaderno de su abuela estaba ahí, abierto en una página nueva, como si alguien hubiera escrito mientras ella huía: "No puedes correr. Te reclama". Los pasos comenzaron en la escalera, lentos, húmedos, como si algo goteante bajara hacia ella. Encendió un fósforo con manos temblorosas, decidida a quemar la casa si era necesario, pero la figura apareció frente a ella, el fósforo se apagó, y la oscuridad la envolvió.

A la mañana siguiente, el pueblo despertó con un silencio sepulcral. La casa de Elena estaba intacta, pero vacía. El pozo, sin embargo, tenía un detalle nuevo: una mano humana, pálida y rígida, aferrada al borde, como si hubiera intentado escapar. Los vecinos la tapiaron con cemento ese mismo día, murmurando oraciones, pero por las noches, dicen que aún se escuchan susurros desde abajo: "Elenaaa... baja... te esperamos...".

Nadie volvió a vivir allí. El pozo sigue sellado, pero los árboles cercanos se marchitan, y los animales evitan el lugar. Algunos dicen que Elena sigue viva, atrapada en las profundidades, sus gritos ahogados por algo que nunca debió ser despertado.



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En el texto hay: relatos, cortos, xorenax

Editado: 15.03.2025

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