En un mundo donde todos, al cumplir 20 años, recibían un poder sobrenatural junto con una fobia ridícula, la vida era una mezcla de caos y risas. Había gente que volaba pero le tenía pánico a las palomas, otros que controlaban el fuego pero temblaban ante las cucharas, y algunos que podían volverse invisibles pero chillaban si veían un calcetín suelto. Era una lotería cósmica, y nadie sabía qué iba a tocarle hasta el gran día.
Ururumi era una chica de 19 años y 364 días, alta, desgarbada, con el cabello teñido de un amarillo chillón que ella misma describía como “el color de mi alma: brillante y un poco loco”. Vivía en un pueblo pequeño lleno de casas torcidas y vecinos chismosos, y tenía una obsesión: las bananas. Las amaba con una pasión que rayaba en lo ridículo. Desayunaba batidos de banana, almorzaba sándwiches de banana con crema de cacahuate, y para la cena se inventaba “pasteles de banana” que eran básicamente bananas aplastadas con azúcar. Su cuarto estaba lleno de pósters de bananas, y hasta tenía un pijama con estampado de bananas que usaba con orgullo. “Son perfectas”, decía siempre, blandiendo una como si fuera una espada. “Curvas, dulces, y nunca te traicionan”.
El día antes de su cumpleaños 20, Ururumi estaba en éxtasis. No le importaba tanto el poder —“Ojalá sea algo genial como disparar rayos láser”, decía—, pero estaba segura de que su fobia no sería un problema. “Soy valiente. No le tengo miedo a nada”, fanfarroneaba mientras pelaba su décima banana del día. Sus amigos, que ya tenían sus poderes y fobias, se reían. “Ya veremos, reina de las bananas”, decía su mejor amiga Lila, quien podía controlar el clima pero le tenía pánico a los globos.
El gran día llegó. Ururumi se levantó temprano, se puso su pijama de bananas y salió corriendo al mercado del pueblo para comprar un cargamento de bananas frescas. “¡Hoy es mi día!”, gritó al tendero, un señor gordo llamado Don Pepe, mientras apilaba bananas en su carrito. Pero justo cuando iba a pagar, el cielo se nubló de repente, un rayo de luz dorada la envolvió, y ¡ZAP!, sintió un cosquilleo que le recorrió todo el cuerpo. Era el momento. Su poder y su fobia habían llegado.
Don Pepe, que ya había visto esto antes, se apartó con cara de “allá va otra”. Ururumi cerró los ojos, esperando algo épico. Cuando los abrió, se sintió… rara. Miró a su alrededor y notó que todos la miraban raro. “¡Oye, Don Pepe, qué pasa!”, gritó, pero su voz no sonaba como la suya. Era grave, rasposa, y… ¿masculina? Miró sus manos: eran enormes, peludas, y sostenían un cuchillo de carnicero. Luego bajó la vista: botas sucias, delantal manchado de grasa. ¡Estaba en el cuerpo de Don Pepe!
“¡AAAAH! ¿QUÉ ES ESTO?”, chilló, soltando el cuchillo y corriendo hacia un espejo en el puesto. Ahí estaba: el rostro redondo y sudoroso de Don Pepe mirándola de vuelta. Al otro lado del mercado, su propio cuerpo —el de Ururumi— estaba de pie, sosteniendo una banana y diciendo con voz confundida: “Oye, ¿por qué estoy tan flaca de repente?”. Era Don Pepe, atrapado en el cuerpo de ella.
Ururumi, aún en el cuerpo del tendero, se dio cuenta rápido: su poder era cambiar de cuerpo con quien quisiera, solo con mirarlo y desearlo. “¡Esto es increíble!”, exclamó, dando saltitos torpes con las piernas rechonchas de Don Pepe. “¡Puedo ser quien sea! ¡Voy a conquistar el mundo!” Pero justo cuando iba a probar el poder cambiando con alguien más, sus ojos se posaron en la pila de bananas del carrito. Y entonces llegó la fobia.
Un grito desgarrador salió de su garganta —o mejor dicho, de la garganta de Don Pepe—. “¡QUÉ SON ESAS COSAS HORRIBLES!”, aulló, retrocediendo como si las bananas fueran arañas venenosas. Su corazón latía desbocado, el sudor le empapaba la frente, y las piernas le temblaban. Las bananas, sus amadas bananas, ahora le parecían monstruos amarillos, viscosos, con curvas siniestras que parecían burlarse de ella. “¡ALÉJENLAS DE MÍ!”, gritó, tropezando con un cajón de papas y cayendo de trasero.
Don Pepe, en el cuerpo de Ururumi, la miró confundido, sosteniendo una banana. “¿Qué te pasa, loca? ¡Si tú amas estas cosas!” Pero al acercarse con la banana en la mano, Ururumi (en Don Pepe) soltó otro alarido y se arrastró por el suelo como si huyera de un asesino. “¡NO ME TOQUES CON ESO! ¡ES EL DIABLO AMARILLO!” El mercado estalló en risas. Los vecinos se doblaban de la carcajada, algunos grabando con sus teléfonos, mientras Ururumi gateaba detrás de un barril, jadeando.
“¡Es mi fobia!”, gimió, dándose golpes en la cabeza (la cabeza de Don Pepe, claro). “¿Por qué bananas? ¡POR QUÉ! ¡Eran mi vida!” Intentó calmarse, pero cada vez que veía una banana —y el mercado estaba lleno de ellas—, su cuerpo reaccionaba como si estuviera en una película de terror. Sudaba, chillaba, y en un momento hasta intentó exorcizar una banana con un zapato.
Don Pepe, aún en el cuerpo de Ururumi, decidió aprovechar la situación. “Bueno, si no las quieres, me las como yo”, dijo, pelando una banana con una sonrisa maliciosa. Ururumi lo miró con ojos de pánico desde detrás del barril. “¡No te atrevas, gordo traidor!”, gritó, pero Don Pepe dio un mordisco y ella se desmayó dramáticamente, desplomándose como un saco de papas.
Cuando despertó, estaba de vuelta en su cuerpo —el cambio parecía durar solo unos minutos si no lo controlaba—, pero el trauma seguía ahí. Las bananas del carrito la miraban como si fueran a atacarla. Corrió a casa, dejando atrás sus compras, y se encerró en su cuarto, jurando no volver a salir nunca. “¡Esto es una maldición!”, sollozó, enterrando la cara en una almohada (que, por suerte, no tenía estampado de bananas).
Pero la vida no la dejó rendirse tan fácil. Sus amigos, liderados por Lila, llegaron esa tarde con un plan. “Vamos a enseñarte a usar tu poder y a enfrentar tu fobia”, dijo Lila, sosteniendo un paraguas como si fuera a domar leones. Ururumi los miró con cara de “prefiero morir”, pero la arrastraron al patio. Ahí empezó el caos.