Mini Relatos.

Fantasmas y panes.

En el pueblo de Cumbres Retorcidas, un rincón perdido entre montañas envueltas en niebla y casas que gemían con cada ráfaga de viento, la muerte no era un adiós definitivo, sino el comienzo de un desorden épico. Cada vez que alguien fallecía, su fantasma regresaba tres días después, pero no como espíritus solemnes, sino como versiones torpes y parlanchinas de sí mismos, condenados a vagar por el pueblo eternamente. Había espectros que se tropezaban con sus propias sombras, otros que intentaban beber café (y lo atravesaban con un suspiro teatral), y algunos que pasaban el tiempo chismeando sin fin sobre los vivos. Era una locura sobrenatural, y los habitantes lo tomaban con la misma resignación que un día de lluvia.

Lissana, una joven con el cabello rizado como un torbellino oscuro y una risa que resonaba como campanas de bronce, era la panadera del pueblo. Sus días transcurrían amasando panes crujientes y lidiando con los fantasmas que flotaban por su tahona. "¡Este pan está insípido!", gruñía el fantasma de Don Baltazar, un anciano gruñón que intentaba morder un bollo y solo conseguía atravesarlo. "¡Estás muerto, viejo cascarrabias, no tienes lengua!", replicaba Lissana, sacudiéndole una nube de harina que lo hacía estornudar como un eco. Ella amaba su rutina: hornear, mimar a su gato Tizón, y burlarse de las payasadas de los espectros.

Pero todo cambió una noche de tormenta feroz, cuando un relámpago dorado atravesó el cielo y golpeó el cementerio con un estruendo que hizo vibrar las ventanas. Lissana estaba cerrando la tahona cuando un zumbido le recorrió los oídos, como un susurro lejano que pronunciaba su nombre. Al día siguiente, los fantasmas se comportaron de forma extraña. Don Baltazar dejó de flotar como borracho y la miró con ojos hundidos: "Lissana, ¿me oyes de verdad?". Ella frunció el ceño. "Claro, siempre te oigo refunfuñar". Pero él insistió: "No, muchacha, ¡me entiendes de verdad! ¡Más allá de mis tonterías!".

El relámpago le había otorgado un don: Lissana podía hablar con los fantasmas en un nivel profundo, escuchar sus recuerdos, sus anhelos, sus miedos más ocultos. No eran solo charlatanes; ahora podía tocar sus almas. "¡Esto es épico!", exclamó, imaginando las sagas que le contarían. Pero el poder traía un riesgo: si bajaba la guardia, los fantasmas podían poseerla, y no todos eran tan inofensivos como Don Baltazar.

Al principio, Lissana lo vio como una gran broma cósmica. Los fantasmas, al enterarse de su don, convirtieron su tahona en un desfile de caos. Estaba Doña Esmeralda, una matrona que murió hace un siglo y flotaba con un vestido de encaje traslúcido, gritando: "¡Lissana, dile a mi biznieto que deje de arruinar mi receta de empanadas!". Luego venía Rufino, el mensajero, que murió aplastado por su carreta y ahora trotaba en el aire, suplicando: "¡Averigua dónde escondió mi mujer mis botas de cuero!". Y no podía faltar pequeño Jairo, un pilluelo fantasma de los años 70 que solo quería que Lissana jugara al trompo con él (lo cual era un desastre, porque el trompo atravesaba sus manos y él chillaba: "¡Esto es injusto, carajo!").

Lissana intentaba mantener la cordura, pero era un circo. Una vez, mientras sacaba panes del horno, Rufino la poseyó por descuido y salió corriendo por el pueblo en camisón, gritando: "¡LAS BOTAS, MALDITA SEA, LAS BOTAS!". Los vecinos se partían de risa, algunos grabándola con sus cacharros modernos, mientras ella, con la cara como un tomate, volvía a su cuerpo y amenazaba al fantasma: "¡Rufino, te voy a barrer con un palo de escoba!". La apodaron "la loca de los espectros", y aunque ella se reía con ellos, fantaseaba con atar a los fantasmas a una lápida y dejarlos ahí.

Entre el desmadre, llegó un mazazo al corazón. Una noche, mientras amasaba una hogaza, una figura nueva flotó hacia la tahona: Serafina, su madre, que había muerto cuando Lissana tenía 10 años en un deslave cerca del río. Lissana soltó la masa, las lágrimas saltándole como un manantial. "¡Mamá!", gritó, corriendo hacia ella. Serafina, con su rostro sereno y su voz como un susurro de viento, dijo: "Mi pequeña Lissana, no quería que me vieras así... pero ahora que me oyes, debo contarte algo".

Serafina confesó que su muerte no fue un simple accidente. Había estado investigando un rumor antiguo: algo maligno, más viejo que las montañas, dormía bajo el cementerio y era la causa de que los muertos regresaran. Quiso detenerlo, pero lo despertó sin querer y el río se la llevó como castigo. "No te acerques al cementerio, mi niña", rogó. "Te amo más que a las estrellas, pero esto es demasiado grande". Lissana lloró hasta que le dolió el pecho, intentando abrazar el aire donde flotaba su madre. "No te vayas otra vez", sollozó, pero Serafina se desvaneció con un suspiro triste, dejándola con un nudo en el alma.

Lissana trató de olvidar la advertencia, pero los fantasmas empezaron a ponerse raros. Don Baltazar tartamudeaba: "A-a-algo me susurra desde abajo". Doña Esmeralda giraba como trompo, murmurando: "Nos reclama a todos". Y Jairo dejó de jugar, sus ojos vacíos fijos en el suelo. Una noche, Lissana despertó con un frío que le caló los huesos. Tizón, su gato, estaba rígido, siseando a la ventana. Afuera, en la niebla, una silueta inmensa y huesuda se alzaba desde el cementerio, sus garras arañando la noche.

El pueblo tembló cuando la cosa emergió: un ente sin rostro, hecho de tierra podrida y astillas de féretros, con una voz que retumbaba como un terremoto: "Devolvedme lo que es mío". Los fantasmas gritaron, algunos desintegrándose como si los absorbiera. Lissana, con el corazón en la garganta, corrió al cementerio con una linterna y un pan rancio (porque, ¿qué más iba a llevar?). Allí encontró un pozo negro entre las tumbas, del que brotaba la criatura. "¡Tú hiciste esto!", le gritó, pero la sombra respondió: "No, vosotros me despertasteis. Y ahora os reclamo".

Lissana, entre el terror y la rabia, tramó un plan tan loco como valiente. Usó su don para convocar a todos los fantasmas de Cumbres Retorcidas, desde Don Baltazar hasta Jairo. "¡Vamos a volverla loca o a hacerla huir!", gritó. Los espectros, torpes pero decididos, se lanzaron al ataque: Rufino trotó en círculos alrededor de la criatura, chillando sobre sus botas; Doña Esmeralda le arrojó empanadas imaginarias que atravesaron su cabeza; y Jairo le hizo muecas, gritando: "¡Toma esa, feo!". Lissana, poseída por turnos, corría como posesa, lanzando insultos y panes duros como proyectiles.



#4201 en Otros
#1219 en Relatos cortos

En el texto hay: relatos, cortos, xorenax

Editado: 15.03.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.