Mini Relatos.

Un amor enfermizo.

En la ciudad resplandeciente de Solara, donde el sol transformaba las calles en espejos ardientes y los carteles brillaban con promesas efímeras, Mimika era una explosión de vida. A sus 26 años, con el cabello rosa brillante cayendo en rizos salvajes y una sonrisa que podía vender cualquier cosa, trabajaba como bailarina publicitaria. Vestida con trajes de plumas, lentejuelas y colores que gritaban alegría, pasaba sus días danzando frente a tiendas, agitando carteles de “¡Ofertas del día!” o “¡Café gratis ahora!”, girando con una energía que hacía que el mundo pareciera un lugar más feliz.

—¡Vamos, Solara, a mover esos pies conmigo! —cantaba, sosteniendo un cartel de “¡Helados al 2x1!” mientras su falda arcoíris reflejaba la luz—. ¡La vida es un baile y yo soy la estrella!

Sus días eran una rutina de pasos y risas. Por las mañanas, bailaba frente a una panadería, saludando a los niños que pasaban camino a la escuela. Por las tardes, se movía a una tienda de ropa, girando con un cartel de descuentos mientras los transeúntes aplaudían. Al anochecer, terminaba frente a un restaurante, invitando a los cansados trabajadores a entrar con una pirueta y una sonrisa.

—¡Nada como una buena cena después de un día largo! —gritaba, haciendo un salto—. ¡Vengan, que el mundo sigue girando!

Kivian, de 28 años, era más reservado pero igual de cautivador. Alto, con cabello marrón miel que le rozaba las gafas de montura negra, tenía una belleza serena y unos ojos que parecían capturar cada detalle tras los cristales. Era repartidor, pedaleando por la ciudad con su bicicleta cargada de paquetes, un alma silenciosa en medio del bullicio. Hasta que Mimika iluminó su mundo.

Fue un martes sofocante de julio. Kivian entregaba un paquete en una tienda de artículos deportivos cuando la vio al otro lado de la calle, bailando con un cartel de “¡Zapatillas al 30%!”. Sus movimientos eran pura poesía en acción, su risa un sonido que atravesó el ruido de los autos y las bocinas.

—Qué es esto… —murmuró, dejando caer un paquete que rodó por la acera—. Es como una chispa en la oscuridad.

Desde ese instante, Mimika se convirtió en su obsesión. Cambió sus rutas para pasar por donde ella bailaba, deteniéndose tras postes o fingiendo ajustar su bicicleta, memorizando cada detalle: “Hoy lleva un sombrero con plumas”, “Se ríe cuando un perro ladra cerca”. Esas imágenes pronto se volvieron fotos, capturadas con su teléfono y guardadas en una caja bajo su cama, junto a notas garabateadas sobre lo que lo fascinaba de ella.

—Ella es mi estrella —susurraba en su apartamento, un espacio pequeño y oscuro lleno de sombras suaves—. La veo y siento que vivo por primera vez.

Pasaba las noches revisando sus fotos, sonriendo ante cada una como si fueran tesoros. A veces, salía al balcón de su edificio, fumando un cigarrillo mientras imaginaba su voz, su risa, sus pasos resonando en su cabeza.

“Tiene que saber que existo” pensaba, apagando el cigarrillo. “No puedo solo mirar. Tengo que acercarme.”

Mimika estaba acostumbrada a las miradas. Los transeúntes, los niños, los abuelos: todos se detenían a verla bailar, pero Kivian era diferente. Lo notó una tarde, apoyado en su bicicleta al otro lado de la calle, con las gafas brillando bajo el sol y una mirada que parecía abrazarla entera.

—¡Oye, repartidor de ojos bonitos! —lo llamó, girando con un cartel de “¡Pizza al 50%!”—. ¿Siempre miras tan serio o solo estoy siendo demasiado fabulosa hoy?

—Yo… solo pasaba —balbuceó él, sonrojándose hasta las orejas—. No quería interrumpir.

Pedaleó rápido, casi chocando con un poste, y Mimika soltó una carcajada que resonó por toda la cuadra.

—¡Qué chico tan adorable! —dijo esa noche, pintándose las uñas de rosa neón en su apartamento lleno de luces y cojines—. Me mira como si fuera un regalo. ¡Me hace feliz!

No sintió miedo; sintió un cosquilleo que la llenó de energía. Empezó a buscarlo. Lo veía pasar con su bicicleta, siempre con esa expresión concentrada, y pronto descubrió su nombre en una placa de su uniforme: Kivian. Lo repetía mientras practicaba pasos en su sala, rodeada de paredes cubiertas de pósters de bailarinas y luces de neón.

—Kivian, Kivian, Kivian —canturreaba, saltando frente al espejo—. Suena a una canción. Mi repartidor secreto. ¿Por qué me sigues?

Ella también comenzó a seguirlo. Lo observaba en sus descansos, escondida tras gafas de sol enormes y un sombrero de ala ancha, anotando detalles en un cuaderno rosa: “Come tacos con extra de salsa”, “Se ajusta las gafas cuando está nervioso”. Sacaba fotos con su teléfono, pegándolas en su cuaderno con corazones y frases como “Ojos de cristal” o “Sonrisa tímida”.

—¡Es tan perfecto cuando frunce el ceño! —exclamaba, hojeando su cuaderno mientras comía palomitas—. Nadie lo entiende como yo. Es mi joya especial.

Pasaba horas mirando sus fotos, imaginando cómo sería hablarle, tocarle el cabello, verlo sonreír solo para ella. Una noche, mientras bailaba sola en su apartamento, decidió que necesitaba más.

—Tiene que saber que lo veo —dijo, girando con una pluma en la mano—. Quiero que me sienta cerca como yo lo siento.

Kivian dejó de conformarse con mirar desde lejos. Empezó a dejarle regalos: una flor arrancada de un parque, una nota escrita a mano (“Tu baile hace cantar al viento”), un caramelo envuelto en papel dorado. Los dejaba en los postes donde ella trabajaba, y Mimika los encontraba con una sonrisa que iluminaba la calle.

—¡Mi admirador secreto me ama otra vez! —gritaba, mostrando una nota a sus compañeros—. ¡Es el mejor día del universo!

Sabía que era él. Una mañana, lo atrapó dejando un corazón de papel. Intentó escapar, pedaleando rápido, pero ella lo alcanzó con un salto digno de una coreografía.

—¡Kivian, espera! —dijo, bloqueándolo con una pirueta—. Eres tú, ¿verdad? ¡Mi fan favorito!

—No quería incomodarte —respondió él, ajustándose las gafas con dedos temblorosos—. Solo… me gusta verte.



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En el texto hay: relatos, cortos, xorenax

Editado: 15.03.2025

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