Parte 6 de 8 - Encuentros II
Al ingresar al lugar donde la llevaron pudo ver que había un hombre mayor sentado en una piedra cubierta por un cuero. A su lado, en el suelo, había una mujer que parecía europea, aunque ataviada como las demás.
El hombre hizo una seña al que la traía y este, asintiendo, se retiro discretamente, dejándola sola con la pareja. Luego se dirigió a la mujer a su lado, le dijo algo que no entendió y la mujer asintiendo a su vez, hablo, en correcto español.
—Dice el jefe (que es enviado del cacique Sal), que espera esté bien y se encuentre a gusto entre nosotros—
Amelia la miro asombrada y ansiosa
—Di algo— le susurro la mujer
—No sé qué decir— dijo ella y la mujer tradujo para los oídos del hombre.
Por la cantidad de palabras que utilizo y los gestos de aceptación que hizo el hombre, comprendió que no la estaba traduciendo si no que le estaba diciendo lo que convenía que escuchara. Una vez concluyera el hombre volvió a hablar y ella a traducir.
De esta manera conversaron unos minutos, durante los cuales tuvo que explicar quién era y de donde venia y escuchar las sencillas reglas que se le imponía cumpliera. Luego, como considerando que ya había dedicado demasiado tiempo a un asunto de escasa importancia, el hombre se levanto y se fue, no sin antes ordenarle algo a la mujer.
Cuando se quedaron solas Amelia no pudo aguantar más la intriga y pregunto
—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?—
—Tranquila Amelia, tenemos tiempo, no volverá por un buen rato y podemos conversar tranquilas. Me llamo Lucia, o así me llamaba antes, ahora tengo otro nombre que no viene al caso, pero él me dice “petunia”.— indico con una sonrisa hacia el lugar por el cual el hombre había salido.
—Encantada de conocerte Lucia— saludo Amelia cortes, sin interrumpir casi, para escuchar la historia de la otra.
Se entero así que había nacido en la zona de Ponte Vedra (gallega de pura cepa). Ya moza había pasado a las indias, como tantas otras desheredadas hijas de pastores pobres y había terminado siendo vecina de Santiago del Estero. Que ahi la habían raptado unos Sanavirones que eran otros indios de más al norte, mientras apacentaba unas cabras lejos del pueblo. Con ellos no la había pasado bien, pero por suerte un buen día se había encontrado con que la habían entregado a la tribu Comechingón en la que estaban ahora, como parte de pago por el rescate de un guerrero que había quedado prisionero, cuya mujer, hija de uno de los jefes, no lo dejaba de añorar.
Para su suerte el cambio había sido positivo, se había amancebado con uno de los principales de la tribu y le había dado un hijo y una hija, por lo que el hombre estaba muy contento y la atendía bien….ella le correspondía ayudándole en todo lo que estuviera a su alcance cocinándole los alimentos, reparándole las prendas, manteniendo confortable la vivienda, criando los hijos….
—Esas cosas. Tu sabes— Amelia asintió, para no ofenderla, aunque por dentro ardía ante tanta sumisión a un hombre.
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El capitán del grupo los escucho atentamente y, luego de quedar convencido con la historia ordeno los liberen y los invito a compartir la mesa que tenia servida ante él.
A la tarde, luego de una breve sobremesa, los envío al campamento general, unos kilómetros más al sur, acompañado por 3 hombres, mientras el grupo se ponía en movimiento hacia el norte.
El nuevo campamento era bastante más grande, tenía carretas y carros y había mujeres junto con los hombres.
Una vez llegaron los llevaron ante una carpa principal, donde esperaron a que los atendiera quien estaba en ella.
—¡Pardiez!— escucharon maldecir a una voz potente en el interior de ella— ¡Como puede suceder semejante ignominia. ¡Mis armas! ¡No demoréis!—
Y una figura alta desgravada de quijotesca estampa salió seguida de un par de hombres, mientras se sujetaba el cinto con la espada a la cintura.
—Pasad señores, pasad y contadme vuestra desventura—
No se hicieron repetir la invitación.
—Hablad, hablad por Dios, no os quedéis callados— Insto el hombre
—Pues, señor, como usted sabrá, el capitán del Virgen de los Mares, en carrera desde Cádiz a Asunción, acepto acomodarnos entre sus pasajeros…— comento Alonso ante los ojos azorados de Pacino que no sabía de dónde sacaba el soldado, normalmente tan parco, aquella historia tan fantástica.
—¿El capitán del Virgen de los Mares? ¿un tal Pedro?— pregunto el interlocutor— ¿y qué cuenta de su vida el viejo lobo?, me imagino que os habrá cansado con sus historias—
—¿Le conocéis señor?—
—No estoy muy seguro de si hablamos del mismo hombre, pero creo que se llamaba así. No es una cosa que este en contacto con muchos marinos…normalmente vivo a cientos de legua de cualquier costa conocida— comento disculpándose de alguna manera.
—Pues, el hombre que comento es de buena conversación, si señor…— continúo Alonso. Aunque no era hombre de mucha fe Pacino empezó a rezar, ¿Cuánto pasaría hasta que Alonso se descubriera en la fantochada y fueran presos?