Parte 7 de 8 Valençay.
Era una suerte que Napoleón, en su interés por mantener alguna apariencia de legalidad y asegurar la colaboración de su huésped, si fuera necesario alguna vez, hubiese decidido colocar, aunque sea nominalmente, bajo dominio español los dominios donde tenía cautivo al real heredero que legalmente tenía derecho a la corona que ahora portaba su hermano José “Pepe Botellas”.
Por su puesto esta “dominación” española sobre las zonas de Valençay, carecían de todo sentido, pero eran suficientes para permitir el funcionamiento de una puerta del ministerio.
En el ministerio tenían prohibido usar esa puerta, por orden real. Sin embargo, como la alternativa para cumplir la orden del edecán hubiese significado exponer a agentes inexpertos a recorrer cientos de kilómetros por territorio enemigo, se autorizo excepcionalmente su uso.
Uno a uno fueron atravesando la puerta y entrando en la pequeña ciudad, más que ciudad una aldea que no llegaba a los dos mil habitantes, cuyo único merito, aparte de tener al rey español como prisionero era poseer un queso de relativo renombre.
Caminaron lentamente por las estrechas calles. Tanto la pequeña socióloga Yanay como José, el ingeniero, era la primera vez que caminaban por otra época y todo les llamaba la atención.
La suciedad y pobrezas generales herían su susceptibilidad, especialmente de Yanay que confirmaba su certeza de que la situación de esas pobres gentes se debía a la acción de los reyes de Francia
Al llegar, antes de llamar, Yanay noto que José no estaba
En la puerta los atendió un hombre servicial, pero hosco. Evidentemente o no tenía la educación necesaria o no estaba conforme con el soberano a quien serbia.
Al rato, por una puerta del fondo de la habitación, acompañado por dos criados, apareció un hombre de unos treinta años, no muy agradable, por lo menos no para los cánones modernos, que con paso despatarrado se encamino hacia ellos.
Al verlos se dirigió directamente a Rafael, el mayor del grupo, a quien tendió la mano en evidente acto de beneplácito que el viejo agente realizo cumplidamente besando la real mano.
Luego dirigió una mirada rápida a José, a quien tomo por un plebeyo o persona de rango menor y, por su puesto ni miro a Yanay, que, aparte de ser mujer, tenía la piel cobriza y el porte achaparrado que la identificaba plenamente como una indígena de los reinos sudamericanos, indigna por tanto de la atención real.
Muy grande fue el esfuerzo que tuvo que hacer la muchacha para no saltar a la real yugular del “capullo” que tenía delante.
La fuerte mano de José y la mirada reprobatoria de Rafael ayudaron a contenerla.
Esta se la entrego a regañadientes, mientras le maldecía, en quechua
Rafael, que entendía el idioma la miro con una mescla de miedo y reprobación