La oscuridad dominaba la habitación.
Solo unos débiles rayos de sol se filtraban entre las rendijas de unas cortinas raídas, proyectando haces de luz sobre un paisaje inquietante. Las paredes estaban cubiertas de fotografías, la mayoría en blanco y negro, algunas descoloridas por el tiempo. Recortes de revistas amarillentos colgaban como trofeos personales, pegados con cinta envejecida.
Papeles tirados cubrían el suelo.
En medio de ese caos perfectamente diseñado, se alzaba un escritorio de madera gastada. Viejo. Agrietado. Pero aún firme. El aire estaba cargado con un olor a humedad, a encierro, a obsesión.
Sobre el escritorio, un cuaderno abierto.
Una mano pálida se deslizó sobre las páginas, rozando la tinta con la yema de los dedos como si acariciara algo sagrado.
El hombre estaba sentado allí, inmóvil, observando su propio diario con devoción. Sus ojos, hundidos y fijos, brillaban con una mezcla de melancolía y fervor.
—No quiero asustarte, Miranda… eso me duele. Solo quiero verte feliz… —susurró con una voz rasposa, cargada de emoción contenida.
Bajó la mirada hacia las últimas líneas escritas. La letra era irregular, nerviosa, casi infantil. Las palabras estaban cargadas de fuerza, algunas mal escritas, como si el ímpetu emocional hubiera vencido al control.
Tomó el bolígrafo con dedos tensos y comenzó a escribir, presionando con tanta fuerza que la punta casi rompía el papel:
"La gente que tienes alrededor no me agrada.
Debemos esperar un poco más antes de volar juntos.
Te tengo en la mira, amor… y no solo a ti."
Cuando terminó, soltó el bolígrafo con cuidado, como si aquel objeto ahora contuviera algo sagrado.
Levantó lentamente la vista y la dirigió hacia una fotografía enmarcada.
Estaba justo allí, sobre el escritorio, presidiendo todo.
Una imagen de él… junto a Miranda.
Ella vestida impecablemente, con esa sonrisa que parecía iluminar todo a su alrededor. Él, más joven, con los ojos cargados de ilusión.
Sus dedos se deslizaron hasta tocar el vidrio que protegía la imagen. Se detuvieron justo sobre el rostro de Miranda, acariciándolo con la reverencia de quien recuerda el momento más importante de su vida.
—¿Cómo dejé pasar esa oportunidad? —murmuró, con una voz cargada de pesar.
El silencio se volvió aún más denso.
Se puso de pie lentamente. La silla chirrió al alejarse del suelo.
Con movimientos calculados, salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí con lentitud.
Sacó una llave de su bolsillo y la giró con precisión. Un clic seco rompió el aire.
La cerradura se aseguró.
Aquella habitación no era solo un lugar. Era un santuario.
Un altar, un secreto.
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Un vehículo negro se detuvo frente a la casa de Miranda, el motor se apagó con suavidad y las luces se desvanecieron lentamente. El sol ya estaba más alto, bañando la calle con una luz dorada que proyectaba sombras largas sobre el pavimento.
Ethan Parker bajó del coche. Vestía ropa casual: jeans oscuros, camiseta gris y su clásica chaqueta de cuero. Nada demasiado especial, pero en él todo tenía un aire de sencillez segura. Su rostro mostraba concentración, alerta.
Miranda, que esperaba ansiosa, abrió la puerta apenas escuchó el sonido del motor.
—¡Ethan! —exclamó, con alivio, bajando los escalones casi corriendo.
Él la recibió con una sonrisa amplia, auténtica, que suavizó la tensión de la mañana. Se saludaron con familiaridad, y Ethan lanzó una rápida mirada alrededor.
Todo parecía normal. Como cualquier otra mañana.
—Gracias por venir —dijo Miranda—. Espero no haberte hecho perder el tiempo con algo leve.
Ethan negó con la cabeza, relajado.
—No te preocupes. Hoy estoy libre… y tú me diste algo interesante que hacer —respondió con una sonrisa amable—. Además, estar contigo siempre es mejor que cualquier turno en la comisaría.
Miranda sonrió, esa mezcla de alivio y ternura que él sabía provocar.
—¿Y tú cómo estás? —preguntó él, bajando un poco la voz.
—Ahora que estás aquí, ya me siento más tranquila —confesó ella con un suspiro.
La respuesta hizo que el pecho de Ethan se llenara de calor. Le gustaba estar allí. Le gustaba ser ese refugio para ella.
Sin decir nada más, caminó hacia el automóvil de Miranda. Se inclinó y observó los rayones, pasando los dedos con suavidad por la pintura dañada.
—Estos rayones… ¿estaban aquí antes?
—No —afirmó ella sin dudar—. Ayer por la noche el auto estaba perfecto.
Ethan asintió con seriedad. Sabía que Miranda era cuidadosa, detallista. Esto no era un descuido.
—No parecen rayones por accidente —dijo—. Es algo delgado, filoso… hecho sin fuerza, pero con intención.
Miranda lo observaba, sintiéndose más segura al ver esa expresión tan profesional en su rostro.
Él miró hacia la puerta principal, aún entreabierta.
—¿Puedo echar un vistazo dentro?
—Por supuesto.
Ethan entró con paso decidido. Miranda lo siguió.
En el interior, el aire estaba cargado con un silencio tenso. Ethan sacó una linterna pequeña de su bolsillo y se agachó cerca de las manchas de tierra.
Todavía estaban allí. Miranda no las había tocado.
Ethan las examinó en detalle. Luego se dirigió a la puerta corrediza que daba al patio, la abrió y salió. Caminó con lentitud, inspeccionando cada rincón. Nada parecía fuera de lugar… excepto un pequeño montículo de tierra movida.
Lo aplastó suavemente con la bota, nivelándolo con el resto.
Volvió al interior y caminaron juntos hacia la puerta.
—No hay señales claras de que alguien haya entrado —dijo—. Pero tampoco puedo decirte que estés cien por ciento segura. Esto… no es normal.
Miranda bajó la mirada, cruzando los brazos con tensión.
—No me gusta esta sensación —murmuró—. Sentirme insegura en mi propia casa.
Ethan la miró con una mezcla de compasión y firmeza. Quería abrazarla, pero se contuvo.
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Editado: 17.05.2025