PRÓLOGO
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Mi vida en París era perfecta. Tenía una familia unida, buenos amigos y al chico que me había gustado desde siempre. Todo estaba en su sitio, justo como debía ser. Por eso, aún hoy me cuesta entender en qué momento exacto todo cambió.
Recuerdo el día en que mi padre entró en el comedor con su porte imponente y anunció, con la misma naturalidad con la que uno comenta el clima, que nos mudábamos a Inglaterra. A Bath, para ser exactos. Su compañía abriría una sucursal en Londres y, por supuesto, él debía estar allí.
J'étais paralysé. No quería irme. No podía. Aquello significaba dejarlo todo atrás: mi vida, mi pasión, mis amigos. Todo lo que conocía y amaba.
Mi madre se negó al principio. Amaba París tanto como yo. Pero mi padre, como siempre, supo exactamente qué decir para convencerla: en Bath, podría construir su propia academia de danza desde cero. Podría formara las promesses d'avenir del ballet, transmitirles su amor por la disciplina y ayudar a las próximas primas ballerinas a alcanzar sus sueños. Y ese, después de todo, siempre había sido el suyo.
Mis hermanos, Étienne y Bastián, también hablaron con él. Étienne tenía su vida en París. Su pareja, su trabajo como bailarín en la Ópera de Garnier... no había razón para que lo dejara todo. Y Bastián, en cambio, tenía el mundo entero esperándolo: Broadway lo llamaba. Le habían ofrecido el papel protagonista en Moulin Rouge, el musical, y no podía dejar pasar una oportunidad así.
Así que, mientras ellos seguían su propio camino, yo me preparaba para dejar el mío atrás. Pasé semanas entre cajas de mudanza, viendo a mi madre buscar locales para su academia en Bath, a mi padre revisar contratos, a Dominique elegir universidad... y yo, entre todo ese caos, solo tenía una pregunta en mi cabeza: ¿Y ahora qué?.
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El día de la despedida llegó demasiado rápido. Odiaba las despedidas casi tanto como el juego sucio y las trampas. En el aeropuerto, me despedí de Étienne y Bastián, y mis amigos también vinieron a verme partir. Nunca he sido de llorar delante de los demás, pero esa vez fue imposible contener las lágrimas. Estaba dejando atrás todo lo que había sido mi mundo.
¿Y Bath? Siempre había oído que Inglaterra era fría, sombría, gris. ¿Sería así mi nueva vida? ¿Haría amigos? Nunca se me dio bien socializar. En París, mis amigos eran los de siempre, los conocía de toda la vida. No tenía idea de cómo empezar de cero.
Pero lo que más miedo me daba no era la ciudad, ni las personas, ni la sensación de estar completamente perdida. Lo que realmente me aterrorizaba era una única pregunta: ¿Podré seguir bailando?
Desde los cuatro años, el ballet era mi vida. Mi motor, mi razón de ser. Lo llevaba en la sangre, en cada fibra de mi cuerpo. No podía perderlo. No importaba dónde estuviera, yo y el ballet siempre fuimos una. Y lo seguiríamos siendo.
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