CAPÍTULO 2| Thyme
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Estaba tumbado en mi cama, aún dolorido por la caída del día anterior. No todos los días una completa desconocida se te abalanzaba encima como si fuera un partido de rugby improvisado, todo porque su gata había decidido hacer migas con Romeo.
Mi pobre y viejo perro y yo habíamos conocido, de la forma más caótica posible, a nuestras nuevas vecinas.
Recordé sus ojos, de un azul tan claro que parecían reflejar el cielo mismo, y su cabello castaño revuelto por el viento. Tenía una mirada dulce, pero al mismo tiempo un brillo de locura que la hacía ver impredecible. Y joder... era hermosa.
No podía quitarme de la cabeza la forma en que se disculpó. Ni siquiera conmigo, sino con Romeo. ¿Quién se disculpa con un perro?
Solté un suspiro y me pasé una mano por el rostro.
—¿Quién era esa chica? —murmuré para mí, sin poder sacarla de mis pensamientos.
Desde la planta de abajo, los gritos de mi madre y mis hermanas llamándome me sacaron de mi ensimismamiento.
Romeo, echado junto a mi cama, levantó la cabeza con expresión perezosa, como si estuviera tan cansado como yo.
—¿Por qué no puedo sacármela de la cabeza, eh, grandullón? —le pregunté, rascándole detrás de las orejas.
El perro me miró con sus ojos oscuros y tranquilamente dejó caer la cabeza de nuevo sobre sus patas.
Claro. Ni él tenía respuestas para todo el lío que tenía en la cabeza.
Me senté en el borde de mi cama cuando oí el sonido molesto de mi móvil vibrando en la mesita de noche. Lo agarré sin mucho entusiasmo y vi la pantalla llena de notificaciones. Sienna y Dalton. Otra vez.
Sienna había mandado un millón de mensajes, probablemente quejándose de algo o queriendo saber qué hacía. Llevábamos años de idas y venidas, pero hacía un mes que habíamos terminado definitivamente. Claro que, en su cabeza, "seguir siendo amigos" significaba seguir controlando cada movimiento mío y asegurarse de que ninguna otra chica se me acercara. Era posesiva hasta la médula.
Dalton, en cambio, era un caso perdido. Un mujeriego que nunca se tomaba nada en serio ni el tenis, ni el baloncesto, ni las relaciones. Aun así, éramos como hermanos.
Suspiré y dejé el móvil a un lado. No me di cuenta de que no estaba solo hasta que levanté la mirada y la vi.
La tía Yuna se apoyaba en el marco de la puerta, sosteniendo una taza de café entre las manos. Como siempre, impecable. A pesar de tener cuarenta y cinco, parecía de treinta, algo que probablemente debía a los genes coreanos de nuestra familia materna. Pelo negro azafrán, ojos azules y piel de porcelana—sin duda, era una mujer impactante.
—¡Hey, renacuajo! ¿No crees que ya es hora de levantarse? —dijo con su tono burlón de siempre mientras entraba y se sentaba a mi lado en la cama.
—Hoy es tu primer día de clase después de las vacaciones de invierno. No querrás llegar tarde, ¿verdad? —preguntó con falsa inocencia, perfectamente consciente de que siempre llegaba tarde por quedarme dormido.
Rodé los ojos.
—Buenos días a ti también, tía —solté con ironía.
Mi tía y yo siempre nos habíamos llevado bien. Más aún desde que, después de la muerte de mi padre, ella fue la única que se hizo cargo de nosotros. Nos acogió en su casa, pagó nuestra educación y asumió responsabilidades que no le correspondían.
Aunque no lo decía en voz alta, lo sabía: sin ella, estaríamos perdidos.
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Cuando bajé las escaleras, vi a mis hermanas, Poppy e Ivy, las gemelas de diez años. Tan distintas como la noche y el día. Poppy era pura energía: extrovertida, deportista y alocada. Ivy, en cambio, era tranquila, dulce y reservada. Eran mi debilidad, aunque jamás lo admitiría en voz alta.
Mi madre ya estaba lista para irse, con el uniforme impecable y esa expresión de cansancio que intentaba disimular.
—¿Ya te vas al hospital otra vez? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—Sí, hoy tengo guardia en urgencias. Les faltan enfermeras —respondió mientras besaba la frente de las niñas y me daba una palmada en el hombro.
—No te preocupes, hermana, yo acostaré a las niñas —comentó mi tía Yuna desde la cocina.
Mamá asintió y, antes de salir, me lanzó una última instrucción:
—Thyme, no olvides llevar a Ivy a su primera clase de ballet en la nueva academia.
Genial. Justo lo que me faltaba.
Después de desayunar, vestirme y ayudar a mi tía con las niñas, ella también se fue a la clínica veterinaria. Tenía una operación importante... de un conejo. No bromeo.
Así que me tocó a mí llevar a las gemelas al colegio. Por suerte, su escuela estaba en la misma calle que mi instituto, así que no llegaría demasiado tarde. El camino con ellas siempre era entretenido.
Poppy no paraba de hablar y de intentar saltar cualquier obstáculo que encontraba en la acera, mientras Ivy caminaba tranquila, sujetando mi mano como si fuera lo más normal del mundo. Era un rato que disfrutaba como un crío.
Cuando llegamos a la puerta del colegio, Poppy salió corriendo sin mirar atrás, uniéndose a su grupo de amigas como si yo ya no existiera. En cambio, Ivy se quedó aferrada a mi mano, como siempre. Nunca le había resultado fácil socializar. Mientras Poppy acaparaba la atención allá donde iba, Ivy prefería quedarse en un segundo plano. Y aunque jamás se lo diría en voz alta, entendía perfectamente cómo se sentía.
Aparentemente, yo era "popular" en el instituto. No porque quisiera, sino porque era bueno en el tenis, y eso parecía ser suficiente para que la gente me rodeara. Pero al final, todo era una fachada.
Me despedí de Ivy con una palmada en la cabeza y me giré para seguir mi camino hacia el instituto. Fue entonces cuando un coche lujoso pasó lentamente a mi lado. Los cristales tintados apenas dejaban ver el interior, pero, aun así, alcancé a distinguir la silueta de una chica en el asiento trasero. Algo en aquel coche me resultaba extrañamente familiar.