Mitades imperfectas

CAPÍTULO 4. Compañero indeseable

Annabelle Jones abrió la puerta de su casa silenciosamente, se le habían pasado las horas muy rápido junto a Peter Brown. Perdía la noción del tiempo a su lado. Después de comer en un restaurante con él, fue inevitable ir a su casa. Se estaba convirtiendo en su adicción. Annabelle se disponía a subir las escaleras cuando vio una sombra en la sala que la miraba fijamente con ojos muy escrutadores. Era Jeremy con los brazos cruzados y el ceño fruncido.

—¿Dónde estabas, Annabelle? —interrogó su hermano. Le había llamado por su nombre completo, era una señal de que no estaba contento. Pero ella no le tenía miedo, ya estaba cansada de que la tuvieran vigilada. Y simplemente no se iba de su casa porque le preocupaba precisamente él, su hermano, por todas las estupideces que a veces cometía. La chica tragó saliva. Si él podía regresar a altas horas de la noche, ella también era libre de hacerlo.

—No es de tu incumbencia, yo no te digo nada cuando llegas a estas horas —se defendió con brusquedad. Él se acercó lentamente a ella. Sabía que en realidad estaba preocupado, sin embargo, no le gustaba para nada la actitud que estaba tomando.

—Son las dos de la madrugada, Ann, y tú lo más tarde que has llegado es a las diez de la noche. Dime la verdad —contratacó Jeremy. Su familia no se podía enterar de su relación con su jefe, mucho menos Jeremy. Si no, la joven ya se imaginaba el drama que harían y, aunque ya era mayor de edad y podía hacer lo que se le viniera en gana, no quería problemas en ese instante.

—Estaba con una amiga —dijo Ann restándole importancia al asunto y sin darle más explicaciones.

Jeremy ladeó la cabeza. En su rostro se podía leer que él no le estaba creyendo, mas rogaba que su hermano no le hiciera más preguntas. Aprovechando su silencio, ella se apresuró hacia su habitación y cerró la puerta con seguro.

El sonido del despertador sacó a Peter Brown del sueño, en el cual la protagonista era, otra vez, su nueva asistente y también amante. ¿Por qué tenía que parecerse a ella? ¡Carajo! No pudo evitar anhelarla en sus brazos, tocarla, besarla, sentir en ella recuerdos del ayer. No pudo evitarlo y no podría nunca. Si tan solo no fuera tan parecida... No podía ser, esa niña se estaba metiendo hasta en sus sueños, en los que él no tenía ningún control. Y es que la noche que pasaron juntos él la disfrutó como un loco. Como hacía mucho tiempo no se había sentido. Recuerdos de aquella mirada vinieron a perturbar su mente. ¿A quién miraba realmente en los ojos de Annabelle? Ya sabía la respuesta.

Eso le incomodaba, pero también era un alivio sentir aquello, era como estar de nuevo cerca de ella, y olvidar un poco su pasado. No podría deshacer lo que había comenzado con su asistente, desde el primer segundo en que la vio en aquella cafetería no tuvo opción. Parecía que la vida le estaba dando una bofetada, con esa chica que le presentaba y le recordaba que estaría condenado a rememorar a su amor y no poder amarla. Sentirla tan cerca y tan lejos.

Miranda.

Se levantó estirando sus extremidades y fue a tomar una ducha. Con el cabello mojado y una toalla cubriéndole la cadera, salió del baño.

Eligió una camisa azul y unos vaqueros oscuros para ese día, y complementó con unos zapatos negros. Le dio tanta pena su reflejo —esa imagen que siempre intentaba mantener ante los demás—, que dejó de contemplarse en el espejo. Él sabía que nada podría hacerle sentir de nuevo, su corazón se había secado y detenido en aquel fatídico día junto con ella. Recogió su celular y salió de la habitación.

Andrea, su empleada desde hacía varios años, aunque él la consideraba mucho más que eso —ya que había estado con él en momentos difíciles—, era prácticamente su única compañía.

Su familia nunca había contactado con él hasta que se había vuelto exitoso con la empresa: primos, tíos y demás, a los que simplemente ignoraba como si no existieran.

La muerte de sus padres era lo único que lamentaba; después creció con sus abuelos, que se habían quedado a vivir en Colorado y él les mandaba dinero, tanto como ellos querían. Después de todo, se los debía.

Ya estaba servido el desayuno sobre la mesa cuando el joven llegó a la cocina.

—Buenos días, niño —saludó Andrea con una sonrisa angelical, de las que siempre le dedicaba. Su rostro cansado y las canas floreciendo en su cabello delataban cuánto había luchado en su juventud.

—Igualmente, Andrea —dijo él sentándose a desayunar. Vio lo que había servido en su plato, eran sus bocadillos favoritos.

Inevitablemente, una sonrisa burlona de un rostro muy parecido al suyo apareció en su mente. Apretó los dientes reprimiendo los recuerdos.

Lamiéndose los labios se levantó de la mesa y salió de su residencia en el jeep negro, el auto que escogió para esa ocasión y, también, su favorito. El muchacho llegó en cuestión de minutos a su empresa, saludó al personal que se encontraba en la planta baja antes de tomar el elevador.

—Señor Brown —le recibió Lucía, la recepcionista, casi haciéndole una reverencia. Peter la saludó con un leve movimiento de cabeza y siguió su camino sin más interrupciones. Entró a su oficina y se dispuso a ordenar todos los pendientes. Tenía mucho trabajo que hacer, y tal vez tendría que viajar pronto; los días con Annabelle le estaban distrayendo demasiado, pero había valido la pena, sin duda.

Se abrió la puerta y apareció Edgar Brown, su primo y gerente principal de la empresa. El pelinegro lo saludó cordialmente. Nunca se habían llevado muy bien entre ellos, pero al menos se tenían respeto.

—Buen día, primo —saludó Edgar tendiéndole la mano.

—¿Qué pasa, Edgar? —preguntó Peter sentándose en la cómoda silla del escritorio. Edgar también tomó asiento enfrente de él. Edgar solo era un par de años mayor que Peter, pero parecía que le llevaba más.

—Cité a los mexicanos para la conferencia a las cuatro de la tarde, ¿no tienes ningún inconveniente? —preguntó Edgar pasándose la mano por su cabello ondulado oscuro.



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En el texto hay: deseo, romance, amor

Editado: 16.04.2020

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