Mitades imperfectas

CAPÍTULO 13. Sentimiento prohibido

Annabelle Jones se había pasado prácticamente todo el viaje durmiendo, y cuando llegaron Peter tuvo que zarandearla un poco para despertarla. Bajaron del avión y se subieron a un coche negro que ya estaba ahí aparcado cerca. Al parecer, Peter lo había rentado temporalmente, tenía todo planeado minuciosamente, ella pudo darse cuenta. Los dos jóvenes iban abrazados en la parte de atrás tratando de no sobrepasarse con los besos y no asustar al conductor. Aunque realmente no importaba.

La muchacha sentía el corazón casi fuera del pecho, aquello parecía un sueño. Una pequeña voz dentro de ella le advertía que era peligroso sobrepasar la fina línea que se había impuesto desde el primer día, sin embargo, era imposible pensar justo en el momento. Lo que estaba sintiendo no se parecía en absoluto al juego o pasatiempo que los dos habían acordado.

Aunque todo el viaje Annabelle se la había pasado dormida, se sentía agarrotada y cansada. No pudo apreciar el hotel al que llegaron ya que era de madrugada. Aunque podía asegurar que era un paraíso de Hawái. Tanto era su cansancio y su flojera por caminar que hizo que Peter la llevara cargada por todo el hotel como a una niña, y, por supuesto, él estaba más que dispuesto.

Enrojeció un poco al ver de paso la cara de burla y ternura de una de las empleadas. Después perdió la cuenta de las miradas de envidia que recibió por parte de chicas de servicio. Al parecer, Peter frecuentaba mucho aquel lugar —que tuviera un departamento dentro del hotel lo indicaba—. Sonrió tontamente pensando una cosa.

Es mío, perras.

Aunque en su interior esas palabras no tenían exactamente ese significado, se recordó.

Mío, pero temporalmente.

Trató de no pensar más en eso. No quería escarbar en algo que podría ser peligroso e incómodo.

Annabelle no se dio cuenta de nada más hasta que sintió el suave roce de las sábanas acariciando la piel de su espalda. En cuanto él la depositó en la cama se hizo bolita, pero —sin saber la razón— esperó despierta hasta que él también se tumbara con ella. La muchacha adormilada, sin mucha conciencia de lo que hacía, entrelazó sus piernas con las de él, apoyó su cabeza en su pecho y finalmente se durmió de nuevo, con la respiración acompasada.

Peter Brown estaba en una batalla consigo mismo, mientras que la joven causante de aquello dormía plácidamente sin problema. Su corazón latía desbocado —los latidos los sentía en la cabeza— y sus pensamientos eran un torbellino de contradicciones.

Se estaba inundando de una paz exquisita, desconocida, prohibida. En medio de la penumbra del cuarto, sus sentimientos se fueron desnudando, mientras él todavía luchaba por mantenerlos resguardados, sin éxito.

Aquella joven no solo le despertaba la piel, también le nublaba la mente y le endulzaba el alma. Y él, jodidamente, no podía contra ello, era demasiado tarde para proponérselo. El muchacho apretó los ojos queriendo apagar todo lo que ardía y bullía en su interior, aunque las llamas cada vez más se propagaban por todo su ser, en serio descontrol.

Al final comprendió que había perdido.

Estaba sintiendo lo mismo; no, eso era diferente. No se comparaba con nada, y por eso mismo era malditamente más infernal. ¿Es que acaso ese era su castigo? ¿Enamorarse tan fácil, tan sencillo, tan desquiciante...? Cuando ella... Cuando a Miranda, él...

Una lágrima rodó por su mejilla al evocar su recuerdo, y una punzada de culpa y dolor le atravesó el pecho. Aquella daga en el corazón nada podría sacársela, nada podría hacerle perdonarse nunca.

Y por eso mismo tenía que liberarse. De ese juego. De ese castigo que lo había tomado tan desprevenido y ahora lo tenía atrapado en sus redes. De ese amor que le carcomía la voluntad.

El ruido de las olas del mar fue lo primero que Annabelle percibió cuando se despertó. Peter no estaba en la cama. Abrió los ojos frunciendo el ceño, pero se relajó al verlo salir del baño con una toalla envolviendo su cadera. No pudo evitar morderse el labio al ver su pecho desnudo. Él esbozó una sonrisa cálida mientras se acercaba a ella y le daba un corto beso en los labios.

El corazón de Annabelle tartamudeó. Aquel beso había sido demasiado dulce.

—¿Cómo amaneciste? —le preguntó él dulcemente, atrapando un mechón de su cabello rebelde para acomodarlo detrás de su oreja. La chica enrojeció de placer.

—Bien, y más porque tú estás —murmuró ella recorriendo con su mano esos abdominales perfectos. Peter se estremeció bajo sus dedos, a lo que la castaña sonrió, le gustaba cómo reaccionaba ante sus caricias.

—Yo digo lo mismo —rio él entre dientes mientras la ayudaba a levantarse. Annabelle se tambaleó un poco, pero él estaba ahí para ella.

Annabelle avanzó hacia el espejo y una mueca se dibujó en sus labios al contemplarse. Su cabello se parecía mucho a la melena de un león y su rostro era algo que tenía que arreglar urgentemente. Lo miró avergonzada antes de recoger un traje de baño, una playera de franela y un short corto y entrar al baño.

—Siempre estás preciosa, Ann —le escuchó decir soltando una risita al cerrar la puerta. Escuchar que le decía Ann de nuevo, hizo que su corazón se acelerara, y una onda de extraña calidez le recorriera el cuerpo. Abrió el grifo de la regadera y esperó unos minutos a que calentara el agua. Cuando estuvo suficientemente caliente se adentró en la regadera. El agua siempre había sido un buen método para relajar sus músculos.

Trató de no pensar en Peter, ya que si no tendría que empezar de nuevo el proceso de relajación. Se secó con una toalla y se puso el bikini. Era de un color azul con líneas blancas. Tenía que admitir que le encantaba cómo se le veía. La hacía parecer más sexi de lo normal. Optó por no ponerse la ropa que iba encima si iba a pasar el día en la playa. Se cepilló el cabello húmedo antes de salir del baño. Ya estaba largo y le llegaba casi por la cintura.



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En el texto hay: deseo, romance, amor

Editado: 16.04.2020

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