Mitades imperfectas

CAPÍTULO 20. Ángel del infierno

Annabelle Jones sentía sus párpados demasiado pesados. La luz le dio de lleno en los ojos cuando por fin pudo abrirlos, no sin cierto esfuerzo. Lo primero que vio fue el rostro preocupado de su madre.

De repente cayó en la cuenta de que yacía en una camilla. ¿Qué le había pasado? ¿Por qué estaba allí? Trató de recordar lo que había pasado, pero lo último de lo que fue consciente fue de la calidez de los brazos de su madre y, a partir de ahí, nada más.

—Mamá —dijo tratando de incorporarse. Se sentía muy incómoda. Su madre la ayudó a sentarse en la camilla. La cabeza todavía le daba vueltas levemente—. ¿Qué me pasó?

—Sufriste un desmayo. ¿Cómo te encuentras hija? —preguntó su madre.

Se llevó una mano a la cabeza y descubrió lo despeinada que estaba, aunque eso era lo de menos. La joven se encogió de hombros.

—Estoy bien —asintió con la cabeza.

La mujer suspiró de alivio, pero todavía seguía la preocupación pasmada en su rostro. Algo le estaba perturbando.

—¿Qué pasa? —preguntó la muchacha mirándola fijamente.

—¿Por qué llorabas? —inquirió su madre frunciendo el ceño.

El dolor en su pecho hizo acto de presencia al recordar el motivo. Recuerdos invadían su mente, pero aun así trató de parecer tranquila frente a su madre. No quería que ella tuviese una preocupación más; ya tenía suficiente con Jeremy.

—Estoy bien —mintió—. Solo que tantas cosas que han pasado... —farfulló.

La mirada de su madre le decía que no estaba convencida, pero, para su alivio, no insistió.

—Te hicieron unos estudios. Es muy extraño que tú te desmayes, nunca te ha pasado —musitó ella con la voz cansada.

Annabelle se dio cuenta de que su madre no había dormido mucho más que ella, que se la había pasado llorando en su casa, mientras su madre había tenido que lidiar con su trabajo y el cuidado de su hijo. Ella no la estaba ayudando. Se sintió mal. Aunque afortunadamente su madre había conseguido ayuda del hospital —en el que llevaba trabajando más de veinticinco años—, por lo que los gastos de su hermano ya estaban prácticamente cubiertos.

—No tenías por qué hacerlo, mamá. Solo es por la situación que estamos viviendo, seguramente —sonrió a medias—. Además, tienes que descansar, mamá. No eres una máquina que no duerme —apuntó Ann con preocupación.

Su madre tenía enormes sombras moradas debajo de los ojos. La mujer negó con la cabeza, vacilante.

—No es nada. Tu hermano no me deja dormir... —susurró con tristeza.

Inmediatamente la joven sintió ese molesto nudo en la garganta avisándole que las lágrimas no tardarán en salir de sus ojos. Bajó la mirada a sus manos.

—Ten fe, mamá. Jeremy despertará —murmuró Ann débilmente. Alzó la vista hacia los ojos nebulosos de su madre. No entendía de dónde su madre había sacado toda esa fuerza, que no sabía que tenía, para sobrellevar toda esa situación.

—Tu hermano no ha dado señales de volver en sí, yo... —tragó saliva audiblemente—. Ya no sé qué hacer, mi amor. Si tu hermano no despertara nunca... —no logró terminar la frase, pues empezó a sollozar.

Ann la atrajo hacia sus brazos mientras intentaba consolarla, aunque ella también necesitaba ser consolada. No supo cuánto tiempo pasó abrazándola, mas al menos su madre se había desahogado un poco y ella estaba un poco más reconfortada. Tuvo casi que rogarle para que fuera a descansar a la casa. Después de tanto protestar, su madre acabó rindiéndose. Le concedieron fácilmente el descanso a su madre, ya que estaba atentando incluso contra su salud. Además de que no podía atender a los demás enfermos cuando estaba luchando apenas por caminar.

El coche de su madre se había descompuesto hacía varios días, aunque gracias a la camioneta de Annabelle no tuvieron problemas con el transporte. Ann esperaba que su madre no notara la ausencia de Peter —que había estado yendo regularmente—, no quería hablar del tema con ella para mantenerla tranquila.

Tuvo que quedarse el resto de la tarde con su hermano. Andrea —el amor de Jeremy— ya se había marchado, por lo que estaba sola. Esa noche la pasaría en el hospital ya que no quería dejar solo a su hermano. También esperaría los resultados del estudio —innecesario— que le había hecho un doctor.

La joven estaba sentada al lado de la camilla de su hermano, por lo que recostó la cabeza en su estómago, que bajaba y subía al ritmo de la respiración.

Jeremy parecía estar sumido en un profundo sueño. Ann se preguntaba si todo ese tiempo —ya casi un mes y medio desde que regresó de Hawái— la había pasado perfectamente en blanco, sin enterarse de nada. Contemplar el rostro de Jeremy le ayudaba bastante a no sentirse tan devastada.

Anhelaba los consejos de su hermano en ese momento de su vida. Intentaba imaginarse su reacción si se hubiera enterado de lo que había pasado. Seguramente hubiera ido directo a golpear a... No se permitió ni siquiera pensar su nombre. Cerró los ojos con fuerza.

Los esfuerzos por no pensar en él —siempre desistiría— parecía que no iban a valer la pena. Las oleadas de dolor se alzaban persiguiéndola. Irremediablemente, lágrimas salieron de sus ojos, sus mejillas y se perdieron en el final de su mandíbula. Al mismo tiempo, una rabia nacía en su pecho, al recordar las palabras de él.

Cuánto anhelaba dormir, era la única forma en la que podía estar tranquila. Sin ese maldito dolor en sus entrañas. Y, finalmente, su cuerpo cansado hizo caso de sus deseos.

Annabelle escuchó una voz que le llamaba esfumando su placentero sueño. Abrió los ojos y se encontró con una enfermera frente a ella.

—Señorita, perdón por despertarla. Pero el doctor West quiere hablar con usted —dijo disculpándose.

Ella le sonrió, apenas perceptiblemente, indicándole que no se había enojado.

—Está bien, gracias —murmuró Annabelle levantándose.

—La espera en su consultorio. Es el doctor Sergio West. Está a mano derecha subiendo las escaleras —le señaló la enfermera amablemente. Ann asintió con la cabeza.



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En el texto hay: deseo, romance, amor

Editado: 16.04.2020

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