Mitades imperfectas

CAPÍTULO 23. Infierno

Peter Brown intentaba explicarse a sí mismo por qué estaba conduciendo rumbo al hospital. Su absurdo pretexto era que uno de los trabajadores de su empresa había caído gravemente enfermo y, como buen jefe, iba a visitarlo. ¿Desde cuándo era tan solidario con las personas? Absurdo.

La verdad es que no podía aguantar un día más sin verla, a ella, a Annabelle, completamente estúpido. Sus sentimientos le impedían odiarla —como debería— y, en lugar de eso, la extrañaba como un loco. Nunca había sentido algo como eso por otra mujer, ni siquiera por la mujer que él había amado en el pasado, y vaya que lo había hecho. Todo daba vueltas en su cabeza sin detenerse ni un instante.

Pero no podía seguir amándola. Y como se había prometido, si no se podía sacar ese amor del pecho, entonces no lo buscaría. Y así, pasando el tiempo, tendría que acostumbrarse a vivir con la herida. Mas —pese a todo— si quería hallar una respuesta a lo que estaba haciendo ahora, era simple: quería verla.

Extrañaba demasiado ver sus ojos —que hablaban—, escuchar su voz, y lo que le partía el alma era recordar cada beso, cada vez que hicieron el amor... Eran como cuchillos que se clavaban en su pecho y se quedaban ahí, desangrándolo. No entendía cómo ella había logrado una maldita erupción de sentimientos dentro de él. No quería ser débil. Podía ser cualquier cosa, menos débil. Porque ser débil significaba ser destruido. Y por eso mismo se había vuelto fuerte; de otra forma no hubiera sobrevivido en el pasado.

Trató de concentrarse —y engañarse— en la visita al trabajador. Incluso llevaba un pequeño regalo para el muchacho enfermo. Dios, ni siquiera sabía su nombre. Intentaba recordar cuándo había hecho eso: nunca. Se estacionó y bajó del auto.

Empezó a caminar hacia la entrada del hospital. Lo primero que hizo fue dirigirse al cuarto donde tenían internado al joven. Cuando llegó, toda la familia del enfermo estaba ahí. Saludó amablemente. Ellos todavía no salían de su asombro.

—Gracias por venir, es muy amable —agradeció la madre. Le devolvió una sonrisa y le entregó el regalo que traía. Se sentía un poco culpable, ya que ellos pensaban que iba porque se preocupaba por la salud del joven; si supieran sus verdaderas intenciones...

Se quedó un rato con la madre platicando sobre la salud de su hijo. Era muy buen mentiroso. Mantenía el rostro con la máscara de preocupación, sin embargo, en realidad no prestaba atención a lo que la señora le explicaba. Su mente estaba en otra parte. Cuando lo consideró oportuno se levantó para salir de ahí, pero la señora estaba reacia a soltarlo.

—Creo que es momento de que me vaya —dijo con una falsa sonrisa. La señora se levantó también.

—Cómo cree, déjeme seguirle explicando cómo pasaron las cosas, que valga la pena que haya venido —suplicó la señora. Apretó los dientes. Se obligó a aceptar, pues no podía ser grosero.

—De acuerdo.

—¿Quiere un café? Venga, seguiremos hablando en la cafetería —sonrió la señora tomándole del brazo. Peter se sentía incómodo. La señora lo volvió a mirar y este asintió con la cabeza fingiendo otra sonrisa.

Mientras caminaban hacia la cafetería la señora no paraba de hablar. No se esperaba que fuera tan empalagosa. Se la pasó el camino contestando con monosílabos, tenía que bastarle eso. Su voz solo era un sonido de fondo en su mente.

Por otra parte, se percataba de una que otra mirada femenina sobre él. Aquel día iba vestido completamente de negro, incluso llevaba unas elegantes gafas del mismo color. Suponía, por lo mismo, que debía tener un aspecto misterioso. Entraron a la gran cafetería —un poco ruidosa por los murmullos, cubiertos y platos— y tomaron asiento en una mesa pequeña. Había uno que otro interno en sillas de ruedas.

Minutos después pidieron sus respectivos cafés. Peter dejó enfriar el suyo un poco, no le gustaba muy caliente. Con la mirada, fingía mantener el interés, mientras la señora le contaba cómo sucedieron los hechos en el accidente de su hijo. Él solo contestaba cuando era necesario.

Llevaban en la cafetería alrededor de diez minutos cuando él la vio entrar. Tenía casi un mes que no la veía. La reconoció fácilmente, lucía hermosa —ahora con la mirada más serena— como siempre. Tan embobado se quedó al mirarla de nuevo que no se percató enseguida del joven que la acompañaba y que creía haber visto antes.

No, lo que veía no podía ser cierto. Aquel hombre era el mismo que había visto en Hawái. ¿Acaso ellos ya se conocían desde antes? ¿Acaso mantenían una relación? ¿No solo había sido con Alexander? ¿Qué más secretos le había estado ocultando ella?

Empezó a apretar los dientes con más fuerza. Se dio cuenta de la sonrisa en sus labios contestando algo que le había dicho él. Ella no lo había visto, ninguno de los dos. Los vio caminar —con mucha confianza entre los dos— hasta sentarse en una mesa del centro.

Annabelle le daba la espalda, solo podía ver el rostro del chico. Recuerdos —ahora muy lejanos— le estallaron en la mente.

Annabelle estaba recostada sobre la arena de la playa y un hombre estaba cerca de ella, demasiado cerca para su gusto. Con el enojo floreciendo en su interior, comenzó a correr hacia ellos. Él empezó a ayudarla a levantarse.

—Yo le ayudo —espetó mientras la levantaba y la atraía hacia él. El joven se apartó, más le valía.

—¿Es tu novio? —le preguntó él a ella. Le estaba comenzando a sacar de sus casillas. ¿No se daba cuenta de que estaba ahí?

—Ese soy yo. Ahora dime qué estabas haciendo tan cerca de ella —bramó apretando los puños.

—Peter... Él me salvó la vida —susurró Annabelle tratando de controlarlo. Eso lo tomó por sorpresa. No entendía nada.

—Yo... Me adentré demasiado en el agua y...

Empezó a sentir una opresión en el pecho que casi le impedía respirar. Era muy probable que ellos ya se conocieran. Todo encajaba. Ahora recordaba que ella le había preguntado —unas cuantas veces— sobre su hermano y su vida privada. Tal vez intentando obtener información. Aquellas fotos con Alexander en varios lugares. Y lo que la sentenciaba era que Alexander, sin que él se hubiese dado cuenta antes, era el que había mandado la solicitud de trabajo para Annabelle. Dolía, pero era cierto. Ella lo había engañado. Por lo mismo no debería amarla con todas sus fuerzas.



#457 en Joven Adulto
#5451 en Novela romántica

En el texto hay: deseo, romance, amor

Editado: 16.04.2020

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.