Axelle caminaba sigilosamente por el jardín, temblando debido al colchón de rocío que cubría el césped y mojaba de manera ligera sus pies descalzos. No deseaba ser descubierta. Luego de escuchar tantos cuentos sobre el Bosque Dorado y darse cuenta de que, en efecto, no era regado con agua común y corriente, quería confirmar los rumores. Se estaba dejando llevar por su sentido de la aventura, lo que muchas veces la había llevado a meterse en problemas.
Los jardines no eran tan vigilados en la noche, al menos no por personas. Había guardias, por supuesto, pero con el nuevo sistema de seguridad instalado algunos meses atrás no hacía falta tanto personal. Cualquier persona no identificada que se acercara a los muros que rodeaban el castillo, haría que la alarma se activara. Aún le costaba creer que ese tipo de cosas existían.
Se abrazó sintiendo otro escalofrío, cuando la brisa la acarició y provocó también que las hojas de los árboles susurraran. Le echaba la culpa al otoño, no a su sentido común que había fallado en no aconsejarle a llevar un buen abrigo y calzado.
Su padre le habría dado un sermón al enterarse de lo que estaba haciendo. Ingresar al Bosque Dorado estaba terminantemente prohibido para todos, exceptuando a los reyes y a quienes ellos les brindaran permiso. Pero Axelle era traviesa y cuando su padre la traía junto con su hermana al castillo para poder cuidarlas mientras su madre no podía, ella escuchaba cosas que no debía.
Cosas como el murmullo de los sirvientes en la planta baja al contarse que el Bosque Dorado no estaba cerrado porque la llave estaba extraviada y el candado era tan antiguo que era imposible crear una nueva. Hasta ella, con sus 8 años de edad, entendía que habían otras maneras de mantenerlo cerrado.
Pero la gente no se atrevía a entrar porque le temían al castigo.
La reja de hierro, algo oxidada por el paso del tiempo, se abrió con facilidad. Era pesada para sus manos pequeñas, mas no imposible de mover. Rechinó levemente, y Axelle sintió que su corazón latía con más fuerza cuando el sonido hizo eco. Se mantuvo quieta unos segundos, alerta por si alguien se acercaba. Nadie lo hizo.
Respiró con fuerza y entró.
Notó la diferencia del ambiente enseguida: el césped no estaba mojado, no había brisa en lo absoluto y no hacía frío. En realidad se sentía cálido, casi húmedo. El Bosque Dorado, a simple vista, era todo lo que Axelle había escuchado; y más.
Frente a ella había un sendero de arena tan clara que parecía blanca, que llevaba hacia un gran árbol al final del recorrido y con una arboleda marcando el camino a cada lado. El sol no daba aquí, pues el bosque estaba dentro de un cubo gigante de ladrillos rojos y, sin embargo, había luz.
No obstante, lo que hizo que Axelle perdiera el aliento fue el color de las hojas.
Eran doradas.
Brillaban como si tuvieran un halo propio y parecían forjadas del oro más puro. Su corazón latía con júbilo, encantada con solo estar parada observando lo más maravilloso que jamás había visto. Se acercó a uno de los árboles con lentitud, disfrutando de la arena tan fina que parecía talco escurriéndose entre los dedos de sus pies.
Intentó alcanzar una de las hojas parándose sobre la punta de sus pies, pero fue en vano. Estaban demasiado altas. Continuó intentando, negándose a darse por vencida. Solo consiguió llenarse de frustración, considerando que no importaba cuánto saltara y se esforzara por siquiera rozar las hojas, Axelle seguía siendo demasiado baja de estatura.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se había escabullido y probablemente se ganaría el enojo de su padre al darse cuenta de su huida, para nada. Respiró profundamente, considerando sus opciones. Quizás era mejor irse con el recuerdo de un bosque con hojas doradas que nunca haberlo visto.
Se metió entre los gruesos troncos marrón chocolate, acariciando sus grietas. Era mucho más grande de lo que aparentaba desde lejos, incluso hasta más alto. No apostaría ni por un segundo que el cubo de ladrillos rojos que se veía desde los ventanales del comedor tendría este tamaño.
Olía muy rico también. Un aroma que se acercaba a lo cítrico, pero que se mantenía suave y ameno. Nunca había sentido algo así. El regocijo que se extendía por todo su pecho era inimaginable.
Estaba tan distraída atrapando atisbos de los más sutiles detalles del Bosque Dorado que no se percató de una pequeña rama saliente de uno de los troncos, puntiaguda, pues había sido arrancada. Arrastró su índice por donde sus ojos no veían, provocando que su piel se abriera a lo largo de su dedo y comenzara a sangrar.
Axelle siseó y gimoteó a causa del dolor, y se le escaparon algunas lágrimas. Se arrodilló en el césped, al borde del sendero de arena blanca, y se encogió en ella misma, sollozando por la profundidad de la lastimadura.
Separó los brazos de su cuerpo para poder observar y quedó espantada por la vista que la recibió: ambas manos estaban cubiertas de sangre y la falda de su camisón celeste tenía manchas escarlata. Lloró más fuerte.
No supo cuánto tiempo pasó allí tendida, pero detuvo su llanto cuando sintió que algo se movía sobre su cabeza. Levantó la vista, encontrándose con una hoja dorada bailando en el aire, cayendo mansamente en su dirección.
Ahuecó sus manos sangrientas frente a ella, su boca entreabierta y sus ojos tan abiertos que lágrimas nuevas se estaban formando. Estas ya no eran de tristeza.
La hoja cayó sobre sus manos carmesí y se deshizo en millones de brillos dorados apenas hizo contacto. Se desparramaron sobre su piel y cayeron en su falda, dejándole un cosquilleo a su paso.
Axelle no estaba respirando.
La purpurina dorada resplandeció. Su piel la absorbió, dejando a la niña con un jadeo estancado en la garganta. La sangre de sus manos había desaparecido. Las manchas en la tela de su camisón se desvanecieron. Inspeccionó sus manos por delante y por detrás.