—Debo llegar arriba del todo. Debe ser allí —pensaba Riggot-Hord mientras trataba de aligerar sus pesadas y ya maltrechas piernas subiendo la colina.
Apenas unos pasos le separaban del lugar donde necesitaba llegar: lo alto de un pequeño montículo, antiguamente llamado Copa Helym, que dominaba desde un extremo la Gran Llanura de, sí, lo han adivinado, Helym. Había pasado días recorriendo aquella vasta llanura, buscando, desesperado, algún superviviente. No era el primer lugar donde buscaba.
Su talante ahora ya no era de desesperación, ni siquiera sentía desesperanza o soledad. Lo había aceptado. Tampoco sentía dolor ni acusaba ya aquellos pinchazos en las piernas… su cuerpo también parecía haberlo aceptado.
Sentía algo extraño.
Sentía paz.
Sentía una extraña sensación de victoria injusta, de haber ganado un trofeo que no servía para nada.
Consiguió dar los pocos pasos que le separaban de la cima de aquella pequeña colina puntiaguda, otrora exuberante en vegetación y rebosante de color. Aquella suave cuesta le había costado casi dos horas de triste ascenso. El traje pesado, la mascarilla, el tanque de oxígeno, la riñonera electrónica… todo le molestaba para poder andar.
Pero llegó a la cima, levantando polvo blanco y ceniza a cada paso, y pudo contemplar, en todo su esplendor, los resultados de los juegos peligrosos a los que habían dedicado las últimas décadas.
La Llanura de Helym, antiguamente hogar de dos grandes ciudades, Helym (cómo no) y Meringtam, separadas por el río Kirtz, que discurría por el centro de la planicie y partía la misma en dos, era ahora un yermo blanquecino muerto, lúgubre, irreal.
Lo que había sido la ciudad de Helym, la más cercana a la colina, era ahora un gigantesco amasijo de escombros desgastados, y si destacaba algo sobre el resto del paisaje era solo porque su color, negruzco como el carbón, apenas había tenido tiempo de recoger la suficiente ceniza radiactiva para combinarse con el eterno blanco triste del resto del panorama.
En el centro del llano, se distinguía perfectamente el arañazo, la herida en la tierra que resultaba ser ahora el antiguo río Kirtz, convertido en un barranco de lodo espeso que habría resultado verduzco si no llegara hasta esta zona ya cubierto por la perpetua ceniza gris.
A lo lejos, en forma de pequeño montículo ligeramente oscurecido, yacía lo poco que quedaba de la ciudad de Meringtam.
Y más allá aún, las colinas que rodeaban la llanura por el otro lado: Harep, Tirsam, Greydu y Proxes. Aparecían mezcladas con el horizonte, que destellaba con la mortalmente bella luz azul y violeta que desprendía la atmósfera del planeta desde que la habían convertido en un cementerio de partículas radiactivas.
Riggot-Hord se sentó en el suelo de golpe. Se quitó la riñonera de un estirón y el tanque de oxígeno de un codazo, que se llevó arrastras la mascarilla que iba conectada a él por un tubo. Se habría quitado hasta el traje si no hubiera estado tan cansado. Al caer al suelo, levantó una nube de partículas infinitesimales de ceniza grisácea y pegajosa. Tosió.
Levantó la mirada y vio que no podía ver las estrellas. El cielo nocturno aparecía oscuro pero extrañamente fulgurante, bañado en esa tétrica luz azulada que lo llenaba todo y daba al terreno un aspecto alienígena. Era como si estuviera nublado, pero en el cielo se veían tantas nubes como estrellas: ninguna.
Le pareció injusto. Habría resultado una imagen, al menos, más épica para morir.
Mientras su ancha nariz respiraba aquel aire cargado de virutas que bien podían ser microscópicos trocitos de otros, sus pulmones trataban de filtrar, sin demasiado éxito, el exceso de partículas alfa del ambiente. Sus fuertes brazos de guerrero no le servían ya más que para mantener la espalda erguida, firme pero precariamente apoyados en el suelo.
Pensó en la historia de aquel planeta. En toda su historia. Pensó en los miles de millones de años que habría costado que unas cuantas moléculas se juntaran de la forma exacta para dar origen a algo con vida. Pensó en los miles de millones de años en los que aquel territorio que allí delante tenía, había sido el hogar de una gran variedad de especies animales y vegetales, que habían ido evolucionando a lo largo de los eones. Cómo el planeta había pasado por épocas de glaciación y por desastres como el impacto de grandes asteroides, o grandes cambios en la composición de su atmósfera, y aún así había mantenido la vida en marcha.
Cómo ahora, parte de esa vida: ellos mismos, habían acabado con todo eso de un plumazo. Cómo un solo grupo, unos cuantos individuos de uno solo de los trillones de especies diferentes que habían llegado a existir, había conseguido convertir aquella perla verde y azul en un erial blanquecino y mugroso.
Y se sintió poderoso. Sí, él era uno de aquella especie. Y uno especial. El último, probablemente. Su cabeza se nublaba y espesaba y ahora ya le costaba razonar, pero había sido un superviviente, un ganador en el juego más brutal jamás inventado: la guerra termonuclear mundial. Lástima que su único premio sólo había sido el tener apenas unos días más de angustiosa vida que todos los demás.
Pensó en la antigüedad. En cómo cientos de civilizaciones habían nacido y perecido, sustituidas por otras. En cómo millones de guerras se habían librado entre grandes personajes y pueblos, todas esas batallas y movimientos habían ido dando forma a la personalidad de su raza. Pensó en grandes imperios que habían durado centenares de años y en otros que habían durado menos, pero habían sido igualmente históricos. Pensó en los grandes científicos, en cómo sus estudios habían ido haciendo evolucionar la civilización a lo largo de los siglos, mediante cada vez más abstractos juegos mentales. Pensó en la grandeza de innumerables reyes, emperadores, dictadores, gobernadores y héroes. En sus vidas llenas de épica y en las vidas de las gentes que tuvieron a su cargo, menos recordadas pero igualmente azarosas, complicadas y llenas de detalles. Comprobó con sus ojos cómo ellos habían sido capaces de terminar con todo aquello, e incluso con la más mínima posibilidad de su recuerdo, en apenas unas semanas.